sábado, 9 de septiembre de 2017

ADIÓS A LOS PUEBLOS PESQUEROS


En su infancia, Aníbal Fabián pasaba largos ratos siguiendo el vuelo de las gaviotas, a las que creía palomas grandes: las “palomas del mar”, como le insistía a sus padres. Con el tiempo supo que no eran palomas pero de todos modos las consideró siempre amigas, las aves marinas más cercanas a las personas y a la tierra firme, presentes en el cielo de los muelles, en las playas o en las costas escarpadas. Las asociaba arbitrariamente a los viajes, a los luminosos días del verano y a la espuma de las olas; alguna vez le impulsaban a tararear alguna vieja canción que se las evocaba ahondando su simpatía por ellas, así que jamás presagió que un día una gaviota le robara la cartera. Sucedió en la terraza de un modesto y pintoresco restaurante de la costa anexo al hotel donde se hospedaba. Él había acabado de comer, le habían dejado la cuenta sobre la mesa y ya tenía entre los dedos la tarjeta bancaria para pagar mientras en la otra mano sostenía su vieja cartera marrón con estrías y un dibujo marino grabado en el centro. Fue visto y no visto: un brusco aleteo repentino derribó la taza del café que estaba acabando y lo hizo dirigir la vista, incrédulo, hacia el ave que de inmediato se alejaba remontando el vuelo con rapidez endiablada. En la terraza todo el mundo lo miraba. “¡Fíjate, le ha cogido la cartera, se la lleva en el pico!”, oyó que alguien exclamaba en otra mesa. Fue ese comentario entre alarmado y divertido lo que le hizo reparar de golpe en aquella mano ya sin cartera, la cartera que en mala hora había sostenido con una suavidad absurda y arriesgada. Miró de nuevo, más dolido que furioso, a aquella gaviota ya muy distante que cruzaba el mar de la playa rumbo a unas montañas lejanas. Incluso contra sí mismo, se repitió los versos de Silvio Rodríguez: “¿A dónde te marchas, canción de la brisa/ tan rápida, tan detenida?”. Renegó de inmediato de aquella canción que asaltó involuntariamente su memoria porque el momento no admitía lirismo y no se concedió ni un segundo de complacencia en aquellas notas que ensalzaban una gaviota en vuelo. Un camarero se le acercó para ofrecerle un licor cortesía de la casa, “para endulzarle el desagrado por el incidente, señor”. Aníbal Fabián levantó la cabeza y vio que en aquella terraza todo el mundo seguía mirándolo. Después dirigió de nuevo la vista con vergüenza a su mano vacía, una mano ridícula y atontada al final de un largo brazo acodado sobre la mesa. Finalmente, rechazó el licor ofrecido. Su estómago sobresaltado, que ya ni conservaba siquiera la satisfacción del almuerzo -una lubina gloriosa, de fiesta mayor, acompañada de un excelente Albariño-, no habría recibido bien el líquido.

Afortunadamente conservaba la tarjeta bancaria pero el resto de su documentación se había ido con la cartera: el carnet de identidad, el del club de baloncesto, una tarjeta de compras y unos 40 euros en efectivo, según recordaba, así que tras dejar la terraza se encaminó apresuradamente a dar parte de lo sucedido:
-Mire, caballero- le decía un guardia civil tras el mostrador del cuartelillo del pueblo-, usted no puede denunciar a una gaviota porque no es persona jurídica- Él se percataba de que, alrededor, los presentes en la dependencia habían suspendido sus quehaceres para escuchar con sorna y poco disimulo su intento de denuncia- Además, en realidad -continuó disertando el agente- no se puede decir que un pájaro robe; técnicamente, la gaviota no le ha robado la cartera.
-Pues yo no se la he prestado- replicó Aníbal.
Le sugirieron diera parte del hecho como pérdida y eso hizo para acabar cuanto antes, sin estar muy convencido. “Tampoco es muy técnico hablar de pérdida en este caso”, pensó. La atención sobre él y su percance había sido cada vez más descarada en el interior de la oficina policial y el agente que lo había atendido con corrección y gentileza no podía evitar, sin embargo, el asomo de una sonrisa jocosa. Al salir se vio rodeado a pocos metros por la chiquillería curiosa, que caminó tras sus pasos bajo el sol de la tarde a lo largo de aquella zona del pueblo pescador con casitas blancas y puertas azules recién pintadas, macetas con flores en los muros de las azoteas y en algún caso una barca cerca de la puerta. Aunque algunas de esas casas llevaban tiempo habitadas como segunda residencia por forasteros, aquella seguía siendo la zona artesanal del pueblo, la que por largo tiempo debió constituir su núcleo vecinal y económico. Los chiquillos lo seguían cada vez a menor distancia; a su espalda, oía botar el balón con el se que debían disponer a jugar y oía también, por sus conversaciones, que estaban al tanto de lo de la gaviota rapaz y hasta del parte de lo sucedido que acababa de dar en aquella oficina policial. Tuvo la impresión de que olían a pescado. Todo aquel pueblo debía oler a pescado, no sólo la zona de pescadores: aquí y allá se capturaba pescado, se cargaba pescado, se empaquetaba pescado, se exportaba pescado, se cocinaba pescado, se servía pescado y, mayoritariamente, se consumía también. El olor debía de ser perceptible para todo tipo de aves marinas, incluso a muy larga distancia.
“¡Maldita mi mano floja!”, exclamó para sí recordando su percance de sobremesa; aquel modo blando de sostener la cartera -ahora que lo reflexionaba- pudo ser interpretado por la gaviota como una provocación o un ofrecimiento. Pero aquel grupo de chiquillos con balón se estaba convirtiendo en un nuevo problema; ya casi le daban alcance y no parecían dispuestos a dejarlo en paz. Aníbal los encaró y les sugirió que fueran a jugar al fútbol a algún sitio pero ellos no le hicieron caso, se quedaron mirándolo con la sonrisa en los labios.
-¡No molesten más al señor!- oyó que decía a su espalda la voz de una mujer- ¡Váyanse por ahí de una vez a jugar o a sus casas, venga!
Aquel grupo de pequeños energúmenos se disolvió enseguida sin rechistar. Se disolvieron serios y en silencio y además se dispersaron para reagruparse de nuevo unos metros más allá camino a algún lugar, botando el balón. A Aníbal Fabián le pareció que con ellos se disolvía también el olor a pescado que se había hecho tan próximo, o tal vez eran cosas suyas. Se giró y vio a una mujer joven de baja estatura y cara redonda en compañía de su perro parecido a un boxer, la que había dispersado a los críos. La mujer lo observaba con una sonrisa abierta y benévola. Vestía un pullover azul celeste muy ligero y holgado, debajo del cual parecía no haber más prendas, y un pantaloncito ajustado que llegaba a la pantorrilla. Parecía divertida: mostraba en los ojos, tras unos lentes redondos, chispas de malicia inquieta y penetrante difíciles de eludir.
-Hola, buenas, jajajá -saludó la joven de aquel modo antes de que él le diera las gracias por haber intervenido-. Disculpe, pero usted debe de ser el que tuvo el contratiempo con la gaviota, ¿verdad? No se moleste conmigo pero es que me hace gracia, sobre todo siendo usted tan serio, tan serio y tan largo, con ese aire tan severo, jajajá... no se ofenda. ¿Cómo pudo escogerlo a usted aquella gaviota?
-Bueno, aquel pajarraco era una encarnación de mi exmujer- contestó Aníbal, que no parecía haberse incomodado-. Ahí tiene la explicación.
La joven risueña se presentó como “Lorena Cruz, la veterinaria del pueblo”. Se entretuvo en explicarle a Aníbal, para empezar, que las gaviotas son aves astutas, muy sociales y organizadas, y con un complejo sistema de comunicación. Él a su vez le dijo que se llamaba Aníbal Fabián, que era profesor de educación física desde hacía unos diez años e instructor de varios equipos de baloncesto infantiles y juveniles. Habían empezado a caminar juntos por las lindes del pueblo sin proponérselo explícitamente y sin haber pensado hacia dónde. Compartieron respectivamente anécdotas e incidencias del trabajo en las canchas juveniles y en los consultorios veterinarios; se sorprendieron del algunas coincidencias. Derivaron en la conversación hacia los viajes y las escapadas veraniegas, los lugares descubiertos, los idiomas practicados, los timos padecidos y los tratos impecables o no de algunas poblaciones y establecimientos. De ahí pasaron a las rutinas personales, los gustos culinarios, los paisajes de culto, algunas canciones y películas y los intentos por mantener lo que se podía de viejas aficiones que la falta de tiempo y las obligaciones intentaban relegar. Cuando ya se escuchaban uno a otro hablar de amistades y de viejos amores, el sol del mediodía había dejado paso a un dulce comienzo de crepúsculo. Aníbal, sin distraerse de lo que contaba la chica, miraba la porción de mar que se dejaba contemplar entre dos bloques de casas bajas; era un mar apacible del que sobresalía un farallón donde se detenían por momentos algunas gaviotas para reemprender al poco tiempo el vuelo. Presintió con cierta melancolía que Lorena Cruz, la veterinaria del pueblo, había de ser uno más de esos descubrimientos fortuitos y deliciosos de los viajes que en el momento nunca parecen tan fáciles de olvidar como en realidad lo son, que él tal vez nunca volvería a aquel pueblo y, si lo hacía, lo podría encontrar muy transformado, como ocurría con tantas cosas cada vez más. En cuanto a las aves que observaba, se profetizaba a sí mismo que, como las juveniles gaviotas de Serrat, no habían de volver jamás.

El siguiente amanecer se alzó con una luz y una temperatura que a Aníbal le hubiera gustado que se prolongaran a lo largo del día: una claridad sin estridencias ni deslumbramientos acentuaba los colores sin devorarlos, desvelando su variedad y belleza; el calor amable no traspasaba invasivo el tejido del polo que se había puesto, tan sólo confería tranquilidad y valor para salir del apartamento al filo de la madrugada. Era un amanecer, se dijo, “reconstituyente”, como el paseo y el baño de mar que pensaba darse sin que mediara el café de la mañana ni ninguna infusión ni nada. Como deportista, había probado muchas veces esos chapuzones mañaneros después de una ligera caminata; eran algo energético, “combustible” para todo el día. Salió del hotel y pasó junto a la terraza del restaurante ahora sin mesas ni sillas, parecía una modesta placita rodeada de parterres florecidos. Encaminó sus pasos hacia la pequeña playa con la toalla doblada sobre un antebrazo. Disfrutó de caminar en silencio y, más aún, de no ver a nadie en aquella zona ligeramente más urbana y cosmopolita del pueblo. Llegó a la playa, que nunca antes había visitado a esa hora y “¡Vaya!”, exclamó, allí estaban ellas, las gaviotas otra vez, sobrevolando el lugar, ocupando las rocas que destacaban del agua y la pequeña bahía de arena que aún no había sido cubierta por el pedregal conformado por las olas. Iban de un lado a otro sobre el arenal o las rocas, o bien aterrizaban o emprendían el vuelo según les pareciera. Y eran numerosas; recordó que Duncan Dhu cantaba aquello de cien gaviotas dónde irán. “Coño”, pensó, “pues aquí se han juntado más de cien”. Relajadas y ajenas, no se cuidaban de aquel hombre espigado, con polo, bermudas y chancletas que decidió seguir observándolas y contemplando el paisaje, renunciando a pasar entre las aves camino al agua. Era el turno de ellas, pensó, y decidió respetarlo. Una hora más tarde emprendió el regreso al hotel satisfecho otra vez de no ver a nadie pero ignorando que él sí era visto y vigilado. Aunque no caminara nadie por aquellas calles, aparentemente, se sabía ya de dónde venía él y qué había hecho allí, a juzgar por los cotilleos que se propagaron más tarde. Aunque todas las puertas y ventanas parecían cerradas a piedra y barro, siempre se debe pensar que hay alguien que fisga y acecha para divulgar después, y esta vez con añadidos prejuiciosos y retorcidos: durante el tiempo que permaneció en su habitación de hotel hasta el almuerzo, Aníbal Fabián no supo que se había extendido durante la mañana, con bastante mala entraña o bastante necedad, que “ese turista tan largo, tan largo y con la cara tan tristona, al que una gaviota le birló ayer la cartera al vuelo, estaba buscándola esta mañana en la playa para distinguirla de las demás y atraparla; se le ha ido la olla”.

Aníbal llegó a la terraza del restaurante llevando su ropa más ventilada y protegiéndose con gafas oscuras. El sol imponía su esplendor avasallando al límite del calor y deslumbrando sin ningún reparo. Junto a las mesas habían instalado sombrillas altas que suavizaban en gran parte la situación. Prescindió esta vez del pescado, a pesar de ser especialidad reconocida del lugar, y se decidió por una ensalada exótica seguida de una tortilla española con cebolla y en jugo de tomate; para acompañar todo eso pidió una botella mediana de espumoso rosado Casal Mendes y viva Portugal, concluyó. Miró con poca curiosidad a la concurrencia en lo que esperaba los platos. Le extrañó mucho que aún lo miraran con velada curiosidad, o con una sorna que en algunos casos era ya burla desafiante. También sorprendió sin explicárselo caras de preocupación que parecían estudiarlo. Él ignoraba que lo podían considerar un ser etravagante, si no un pertubado, debido a los rumores que habían circulado aquella mañana. “Ya se cansarán”, se dijo. Se concentró en la comida desde que le sirvieron y, al acabar, quiso responder a toda aquella burla y a aquella expectación casi persecutoria que había aguantado desde el día anterior, sorprendiendo a su vez, provocando el desconcierto hasta descolocar. Se puso en pie cuan largo era -su cabeza sobresalía por encima de la sombrilla-, alzó la copa brindando a los asistentes de un lado a otro, girando el torso en un gesto torero, y ya había empezado a cosechar tímidos aplausos cuando un objeto que él reconoció como su cartera cayó desde lo alto sobre la sombrilla silenciando a los presentes. El objeto rebotó y acabó en el suelo, de donde lo recogió enseguida; lo abrió y extrajo antes de nada su DNI, que mostró triunfalmente también con la gallardía de un diestro. Esta vez nadie vio en el cielo ningún ser volador, vivo o artificial, alejándose en el cielo. La necesidad de sacar la cabeza debajo de la sombrilla, la severa brillantez del sol y la atención que pusieron a la cartera que cayó les hizo tardar en mirar hacia arriba. Se mantuvieron en la terraza las sonrisas y los gestos de celebración en honor de Aníbal hasta quel paso de los minutos dio tiempo a pensar que aquella casualidad, como casualidad, era demasiada casualidad, una casualidad inquietante y esotérica, incluso.


Nadie pudo notar en aquel comedor que era justamente Aníbal el más asustado. Había empezado a tener miedo, mucho, miedo hasta de sí mismo. Algo en su relación con aquel pueblo (ignoraba lo que podía ser) ocasionaba lo inexplicable y lo tenía intranquilo: podía ser un maleficio, un extraño cruce de energías, unba conjunción cósmica equivocada o un terremoto en su carta astral, él no entendía de eso, lo cierto es que aquella misma tarde pagó su estancia en el hotel y salió de allí con su equipaje. “Pon el pueblo en el retrovisor”, dicen en las películas americanas cuando aconsejan a alguien huir. Y eso hacía él, empezando a serenarse en su coche, disfrutando de un suave atardecer que aliviaba de los ardores del mediodía y conduciendo con placer en aquella carretera sin tráfico en aquel momento. La placidez se le vino abajo en un instante cuando vio posada sobre la señal de entrada y salida del pueblo una gaviota, sola, alejada del mar. No quiso ni detenerse a curiosear; habría podido pararse un momento en el arcén y observarla, decirle algo, preguntarle si había sido ella la ladronzuela, algo. Pero no. Prefirió acelerar con moderación y seguir carretera adelante sin permitirse vacilaciones. Sólo se consintió una repentina nostalgia por Lorena Cruz, la veterinaria del pueblo. Impulsivamente, como si diera un recado a la gaviota para la chica, buscó en el aparato musical de su coche la dulce canción de Marina Rossell: “Oh! Gavina voladora que volteges prop del mar/

i al pas del vent, mar enfora, vas voltant fins a arribar...”