jueves, 27 de julio de 2017

LOS DATOS QUE EL DIABLO ESCONDE


Eran apuestos, brillantes, inteligentes y cultivados. Fueron responsables de la muerte de varios cientos de miles de personas” (Comienzo de Creer y destruir, del historiador Christian Ingrao, editorial Acantilado)


Eran historiadores, filósofos, filólogos, juristas y economistas. Fueron niños cuando Alemania sufrió la Guerra de 1.914 y su posterior derrota, hechos determinantes en el auge posterior de la mentalidad nazi. Rozaban la treintena cuando Hitler llegó al poder. Eran los altos titulados -akademiker- de las SS que aportaron justificación teórica incluso a las atrocidades sufridas por cientos de miles de víctimas consideradas hostiles y de raza inferior. Por lo tanto, no es extraño que su caso se halle en el epicentro de la perplejidad que suscitan esas sociedades que -consideradas desarrolladas y cultas- ceden cómplices, o se entregan con entusiasmo, a líderes y movimientos destructivos.

El historiador Christian Ingrao les dedica una investigación de unas 600 páginas en las que plasma las características sociales del aquel universo incluso en documentos del régimen y en testimonios personales hallados y transcritos.Tanto trabajo, tanta erudición, tiene sin embargo un boquete, una zona confusa de desconocimento que no podemos achacar al historiador sino a la misteriosa discreción de sus protagonistas: nunca dejaron testimonio escrito acerca de su infancia durante la Gran Guerra. Alguna vez se refieren a ella como un hecho objetivo pero jamás sueltan prenda de los familiares muertos en el frente, ni de los desplazamientos y cambios forzosos de su familia ni de sus planes y destinos truncados.Ni siquiera en las lebensläufe -especie de curriculum vitae que se elaboraba en la edad adulta- hace ninguno de ellos la mínima mención al asunto.

Aquellos niños, que no participaron directamente en la contienda, vivieron sin embargo la expectación masiva en las vísperas de la declaración de guerra, vieron movilizar a sus adultos, sufrieron en ocasiones la pérdida de varones en su familia y pasaron por penurias alimentarias. El Reich, forzado a la autarquía económica y la carestía, propagaba que esas desgracias eran un ataque directo de los enemigos a la población civil.También según la propaganda, los franceses y belgas eran unos desalmados sin escrúpulos, y los rusos eran crueles, atrasados y sucios. La guerra se entendía como una lucha por la salvación de la identidad histórica alemana que los aliados pretendían destruir. Todo ello se formulaba también en un discurso para niños que se materializaba en juguetes, libros y periódicos, dentro de un marco pedagógico que tenía como ideal la formación de una juventud seria y preocupada.

Pero todo ello lo sabemos por la información general y por testimonios de terceros de los que el autor da pruebas abundantes, pero no lo sabemos por ellos, los verdaderos sujetos de esa experiencia que mejor la podían expresar, por conocimiento directo y por formación. Ese silencio es -a mi entender- un punto débil del libro a pesar de tanta investigación admirable. No me basta la hipótesis plausible del historiador cuando aventura que ese silencio es un indicio del trauma: guerra y derrota alemanas. Si estuviéramos ante un texto literario, ese mutismo podría ser como el dato oculto fundamental que se silencia en ciertas narraciones, pero en un asunto histórico -en este asunto histórico en concreto- me parece en sí mismo un tema de investigación. Y además -llámenme aprensivo- me inquieta: ¿cómo es que coincidían todos en la misma omisión, era una consigna de sociedad secreta dispuesta a seguir organizada?¿Era acaso consecuencia de una educación de guerra? ¿Era un distintivo de casta profesional que exigía la despersonalización y la frialdad? Mientras no se me esclarezcan preguntas así -preguntas que tal vez hallen nunca respuesta- pensaré alguna vez, en mis devaneos, que el dato oculto de esta historia obra en poder del Diablo.

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