domingo, 6 de diciembre de 2015

LECTURAS SOBRE EL POLVO


Vicente Marco, soldado valenciano, advirtió que el cabo González Ascanio, canario, de su misma unidad, había escrito a bolígrafo algo en su gorra de faena. El canario estaba solo, sentado a la entrada de la tienda de campaña. Marco se aproximó a él avanzando entre matorrales y, una vez a su lado, leyó sobre la visera de aquella gorra: “Sé que los dioses existen porque me odian” (Aristófanes). Curioso: aquella gorra se había mantenido inmaculada desde su estreno, sin que el canario la entintara con ningún nombre propio, y mucho menos -como era uso y costumbre- con el recuento de los meses de mili cumplidos y por cumplir. Aquel quebranto en las costumbres del canario, y la elección de la frase, casaba muy bien con el humor sombrío que mostraba los últimos días:

-Hoy cumplo años -confesó Ascanio-. No quiero celebrarlos. No me gusta cumplirlos aquí, aislado entre tiendas, tíos y matorrales.

-Entiendo -encogió un hombro, uno solo, Vicente Marco-. Creo que te ha llegado el momento de leer esto -dijo, y le puso al canario un libro en las manos-: ¡Ya verás, este libro se lo carga todo!

Al canario le sonaba el título de aquella portada: CANTOS DE MALDOROR. Y también el nombre del autor: Conde de Lautréamont. Hojeó el libro, se saltó el prólogo y curioseó en el comienzo del texto: Plegue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente feroz como lo que lee, halle, sin desorientarse, su abrupto y salvaje sendero por entre las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno”. Vicente Marco, cuando no se entretenía con comics para adultos y canciones de Gato Pérez, cultivaba una invariable afición por todo tipo de autores marginales y malditos. Era en eso un conocedor y una inestimable fuente de información. El canario levantó su gorra de la cabeza y se rascó entre dudas:

-¿Tú crees que es lo que me conviene leer, precisamente ahora?

Vicente soltó, por toda respuesta, una de sus carcajadas de ultratumba mientras el cabo miraba el dorso del libro. Había una foto del Conde en la contraportada. Tenía el tipo una mirada escalofriante y malvada que insinuaba arcanos ajenos a una mente común.

-Déjalo, Vicente- declinó amablemente el canario devolviendo el volumen-. No quiero que se me aparezcan esos ojos cerca de la garita norte, donde salen a pasear los fantasmas del Regimiento.

El canario Ascanio, aún hoy, y tras muchos años transcurridos, jamás ha leído los Cantos de Maldoror. Lo puedo asegurar por la privilegiada relación que mantengo con él. Aquel día contaba, además, con otro motivo para desairar el ofrecimiento de Vicente Marco. Quería iniciar cuanto antes la lectura de Banderas sobre el polvo. No había manera de que pudiera leer a William Faulkner con una mínima tranquilidad. Primero, le interrumpieron a cada momento la cuando se ocupaba de La paga de los soldados, su primera novela: “¿Para qué lees eso, no sabes ya que son trescientas pesetas?”, le decía cualquier curioso que se le acercara. Después se entusiasmó con Pylon, fascinado desde el principio por aquella historia de nómadas aviadores de feria que empezaba con las imágenes de serpentinas rotas y unas botas de montar, pero coincidió con la llegada del buen tiempo y la consolidación de su veteranía. Era arrestado con la misma frecuencia y soltura con que conseguía un permiso inesperado o salía a pasear. La lectura fue accidentada.

En aquel momento tenía en el amplísimo bolsillo de la pernera Banderas sobre el polvo (aquel bolsillo era lo que más le gustaba del servicio militar), pero el decaimiento y la dispersión mental le impidieron continuar la lectura cuando una hora más tarde la intentó. Sobre él se cernía un atardecer que se iba ennegreciendo, el atardecer del único cumpleaños que pasaría dentro del uniforme. Y cierto agotamiento. Por la mañana había tenido tiro, después de una marcha larga, apuntando con el tubo lanzagranadas sobre el hombro: cuatro o cinco pepinazos contra un pobre arbolillo sobre una loma cercana, un arbolillo que sobrevivió a su puntería, y a la de un sargento de academia que daba explicaciones de balística pero acertaba lo mismo en sus demostraciones.

Decidió dejarse ir, disfrutar lo que pudiera, y se dirigió al camión cantina. En el camino se le acercó el brigada Castilla, que lo entretuvo un momento para leer la frase de Aristófanes copiada en la gorra. Compró dos garrafas de cuba libre de ginebra disuelta en mucho refresco de naranja. Compró también tres bolsas tamaño familiar de crujientes papas fritas y como una decena de pastelillos. Y tabaco. Se dirigió con todo aquello a la tienda de Vicente Marco, donde encontró también al cabo Galarza y al soldado Rufino da Veiga, el Tumbadito. Entre los cuatro dispusieron el banquete. A partir de ahí empezaron a ocurrir cosas que Ascanio situó necesariamente fuera del orden natural: no se avisó a nadie pero empezó a aparecer más gente, cada vez más, hasta atiborrar la tienda; ¿telepatía?. Se agotaron las garrafas de ginebra pero aparecieron otras sin que él se diera cuenta de quién las trajo, ni quién o quiénes las encargaron. Lo mismo sucedió con las bolsas de papas fritas y con los pastelillos.

Circuló también hachís y Ascanio dudó en aceptarlo. La combinación de alcohol y de hierba era para él náusea segura, frío morboso en el cráneo y malestar duradero, pero aquella tarde -ya casi anochecer- todo estaba fuera del orden natural de las cosas, como he dicho. Cayó en una placidez inconsciente que lo sumió en el sueño más agradable que recordaba en muchos meses. Despertó remecido por manos que lo urgían a despertarse y ponerse en pie para pasar retreta. Fue conducido hasta la formación casi en volandas por brazos samaritanos que no le dejaron desplomarse adormilado sobre el suelo. Bajo sus pies, todo era curvo y blando. Ya situado en la formación, ésos u otros brazos lo mantuvieron erguido sosteniéndolo por detrás. Cuando lo nombraron pasando lista, alguien le dio  varios toques en el cogote para que respondiera:

-¡Brresssenteee!- fue lo que logró articular, un "presente" cavernoso, largo y deslizante. Puro derrape. La extrañeza general se manifestó en un silencio momentáneo que congeló la lectura de los nombres. No hubo consecuencias porque, en el campo, las formaciones de retreta -a veces bajo una escasa luz de bombillo colgando de un cable recién colocado- transcurren más relajadas que en las dependencias regulares y con más zonas de sombras. Pero cuando abrió los ojos intentando erguirse para controlar un poco el entorno, vio ante, traspasándolo, la mirada maléfica del Conde de Lautréamont, tan real como la realidad. Así lo hizo saber al día siguiente a Vicente Marco y a otros de confianza, pero ninguno de ellos le creyó, nunca.

sábado, 5 de diciembre de 2015

MORERA


Rogelio Núñez Lafuente, joven Alférez de academia, recorría el único arroyo existente sobre aquel inhóspito descampado en la hora de libre paseo. La tierra todavía se pegaba a las suelas, empapada por efecto de la lluvia del día anterior, aún no absorbida del todo. La gotas que cayeron desde el mediodía a la noche parecían bolas de granizo; el suelo del vivac se embarró como un gran lodazal y bastaba caminar unos pasos para que las botas se hicieran una masa de tierra empastada. Se aflojaron los vientos de casi todas las tiendas de campaña, que se vinieron abajo por la fuerza de los goterones y el empuje del aire frío que arreciaba en el campamento. Quedaron hechas unas alfombras sobre la tierra; se empaparon los petates que la tropa había dejado adentro, buena parte de la ropa seca y los cartones de tabaco, los transistores y los papeles para las cartas... Hasta el cornetín de la Compañía se acatarró: esta mañana había sonado ronco y el Corneta no supo explicar qué le ocurría cuando le preguntaron. Han sido muchas maniobras duras -pensó el Alférez Lafuente contemplando el caudal que quedaba en el arroyo- y tal vez era hora de parar de tanta movida: Toledo, Ávila, Segovia … ¡y tan seguidas! Pero él no mandaba. Por lo menos, hoy no era el oficial de guardia, como le tocó ser ayer, día de la grandísima lluvia; el trabajo de la mañana había acabado y era agradable caminar bajo aquel sol inofensivo después de un día de lluvia, sin llevar el pesado sobretodo, ni el subfusil al hombro ni el correaje con balas, como si todo esto fuera una excursión. “Mira, si no, al Montilla” -pensó viendo a un soldado recoger pequeñas hierbas al borde del arroyo- “¡tan campestre él!”.

-Montilla -se dirigió al soldado- ¿para qué andas recogiendo hierbas? ¿Te interesa la Botánica?
-Son para llevarlas a Morera, mi Alférez.
-¿A quién?
-A Morera San Juan, mi Alférez, el soldado. Se las daré a la vuelta de estas maniobras.-
-Ah, ya.

Unos metro más allá se cruzó con el voluntario Lanuza, el más jovencito de la tropa. Lanuza también recogía hierbas, vulgares hierbas que cualquiera pisa en una marcha o unos ejercicios de tiro. Se veía que todo el que podía intentaba relajarse después de la tormenta. No se lo podían permitir los de la guardia del día ni los de la cocina; tampoco los camioneros, ni los conductores de los jeeps o del transporte acorazado: aún andaban desembarrando las ruedas o las cadenas de los vehículos a su cargo, debido al aguacero de ayer. El Alférez se acercó al voluntario Lanuza con curiosidad:-
-No me dirás tú también que recoges hierbas para Morera...
-Pues sí, mi Alférez, son para Morera.

El Alférez divisó a lo lejos, más allá del arroyo, a otro soldado más recogiendo hierbas y pequeñas plantas. Preguntó a Lanuza:-
¿Y aquél otro que estoy viendo allá...?
-También, mi Alférez... Para Morera. Y hay otros dos con lo mismo detrás de aquella loma.

Intrigado, pero sin querer indagar más allá, regresó el Alférez Lafuente junto a los demás oficiales y suboficiales, sentados en círculo sobre sillas plegables cerca del camión cantina. Llegado junto a ellos, no tardó en ser interrogado por el Teniente Merino sobre qué hacían aquellos soldados recogiendo hierbas o florecillas, y desde cuándo se habían vuelto tan bucólicos. El Alférez le sugirió con un gesto que el asunto no tenía importancia. “Cosas de ellos, mi Teniente”, le contestó.
-Coño, ya sé que son cosas de ellos -respondió el Teniente con sequedad- No van a ser cosas mías... Quiero saber qué te han dicho.
-Recogen hierbas y plantas para llevarlas a Morera, al soldado Morera San Juan.

El Teniente Merino enmudeció y quedó pensativo. Era dado a sospechar planes y “mares de fondo” tras hechos insignificantes, y muchas veces acertaba. En esos casos tendía a quedarse lívido y se le azuleaba la piel; no en vano le llamaban Azul Merino. Preguntó a todos los oficiales y suboficiales presentes si no habían advertido en el tal Morera, el insignificante buenazo de Morera, un poderoso carisma entre los demás soldados, “algún liderazgo oculto y bien camuflado” del que hubiera que ocuparse.

El soldado Montilla, el voluntario Lanuza y demás recogedores de plantas se habían reunido cerca de las tiendas para juntar en una sola bolsa la variedad minúscula y vegetal que pudieron recolectar para el soldado Morera, liberado en esta ocasión de las maniobras. Si él hubiera venido, habría dedicado los paseos a recoger esas hierbas y pequeñas plantas que cualquiera pisaría sin mirar, y les habría dicho los nombres, y las propiedades y los beneficios de cada una de ellas, sin exaltarse, sin exhibir más conocimiento del necesario, sin adoctrinarles con su estilo de vida tan natural. Pero les habría señalado las características importantes, o las habría dado a oler cuando su olor fuera lo interesante. El soldado Morera San Juan era tímido, silencioso, observador y respetuoso en extremo. Pese a ser como era, no le afeaba a nadie el hábito de fumar tabaco u otras cosas, ni el de beber, y no se enfadaba cuando -irreductible- le tocaba rechazar una y otra vez las invitaciones a aguardiente en los bares donde él se limitaba a pedir mosto; declinaba todas las invitaciones moviendo la cabeza, con una media sonrisa en los labios, hasta que lo dejaban en paz. Era una compañía fiel y constante, atenta, que se limitaba a hablar cuando le preguntaban, normalmente sobre sustancias o hábitos de vida saludables. Todos lo estimaban y pensaban lo mismo sobre su persona.

“Pero no tiene historia con nosotros, ni con nadie” -dijo, reflexivo, el Montilla, que a todo le encontraba un "pero"Se hizo un silencio expectante, a la espera de alguna explicación, y entonces el Montilla se explicó: “Está casi siempre con nosotros” -añadió- “pero nunca podrá contar que se corrió una sola de nuestras juergas, ni que se acercó con los demás a unas chicas en la plaza, ni mucho menos a las tías de la calle Ballesta. Tampoco en el cuartel tiene un arresto que recordar, ni una sola bronca con nadie ni un mal percance con el armamento.” “Cuando acabe su período aquí” -concluyó- “no tendrá mili que contar. Será como alguien a quien han borrado de todas las fotos de grupo.” Ninguno encontró argumentos para rebatir al Montilla en este punto. Por el contrario, el soldado Viñas -el más leído- le apoyó estableciendo que, ciertamente, Morera San Juan era un hombre “antinarrativo”. La llegada casual del Gitano les hizo saber que el Teniente Merino andaba investigando ahora sobre Morera. Ya había reunido a sus soplones, entre los que había algún amigo del Gitano. Se sabía que, a la vuelta, el Teniente pensaba interrogar directamente a Morera en su despacho, por lo que se pudiera descubrir. “Ah” -recordó de pronto,- “y esta noche o mañana querrá ver qué son esas hierbas. Y después las requisará o no. Según..."

No había nada que descubrir, por supuesto, y la flemática serenidad de Morera les hacía confiar en que éste pasaría sin inmutarse por una o varias incómodas entrevistas con el Teniente, así como por mal disimulados intentos de sonsacarle no se sabía qué. “Pero hay algo que me preocupa” -reconoció con gravedad el Montilla-: “Hemos creado una historia para Morera, lo hemos metido de cabeza en un acontecimiento. Ya es un hombre narrativo, tan narrativo como tú, como yo, como cualquiera". Y cedió de repente a un arrebato declamatorio como hacía tiempo no experimentaba:
- Ya no es sólo una presencia, o una constancia. Es un actor protagonista. ¿Se lo pueden imaginar? -preguntó retóricamente-: ¿nuestro Morera, teniendo ahora planteamiento, nudo y desenlace, a estas alturas de la mili? ¡Eso no puede ser, eso es contra natura, eso es un adefesio! Es como sacar un aguilucho de un huevo de gallina, joé.

Todos quedaron pensando y, esta vez, a nadie se le ocurrió qué contestarle.

jueves, 3 de diciembre de 2015

VELOCES FORMAS DEL MIEDO


El cabo se reía. Se carcajeaba. Se le partía la caja del pecho de tanta risotada que, apenas por momentos, lograba reprimir en la oscuridad de la nave para que todos pudiéramos dormir. También él necesitaba dormir, lo necesitaba más que nadie. Le habían alargado en tres horas de más el servicio del día a cargo de las dependencias de su unidad, y aun así no paraba de reírse. Había recibido en poco tiempo órdenes y contraórdenes casi incompatibles cuando ya contaba con ser relevado, pero todavía se descojonaba sobre la almohada. Había sido en poco tiempo confundido, apremiado, amenazado y dejado a su suerte por sus superiores, y no conseguía controlar las carcajadas. Había sido apelado, cuestionado y abroncado por compañeros de su vida cotidiana, pero ahora les estaba contagiando aquella risa tonta en la oscuridad, con oleadas que se extendían y retroalimentaban a lo largo de las dos filas de literas, frente a frente en la nave de la Compañía. También se oían las protestas de los que exigían silencio para dormir, y que con ello conseguían enfriar la algarabía tan sólo unos segundos, sin poder evitar que enseguida se reanudara la juerga con más virulencia. Hacía tres horas, el sargento de semana le había dado las primeras extrañas órdenes:

- Te llegarán tarde los que que han estado destacados en el polvorín de La Marañosa- le había dicho-. Ahora mismo están cenando en el comedor, que sigue abierto para ellos. Quiero decir que aparecerán por esa puerta después del toque de silencio. Aun así, mantén las luces encendidas. No te vayas a la cama hasta que todo acabe.

Se trataba de darles tiempo cuando llegaran para que entregaran los cargadores con la munición, limpiaran los fusiles, recogieran ropa de cama y, finalmente, se acostaran, le explicó. Pero todo aquello era desacostumbrado, pensó el cabo, ¿y por qué el sargento lo dejaba todo sobre sus espaldas? “Procura que lo hagan todo cuanto antes”, conminó el sargento antes de retirarse a su cuartito.

Los que no conseguían dormir bajo las luces encendidas, observaron con calma cómo llegaba la sección que había sido destacada en La Marañosa; se entretuvieron viendo a esos compañeros ir y venir de las duchas, hacer las camas y desmontar los fusiles de asalto para engrasarlos por fuera y por dentro. Reapareció el mismo sargento de semana cuando todo parecía marchar bien, a pesar de la irregularidad. No miraba a un lado y a otro para supervisar el cumplimiento de sus instrucciones sino que se acercó al cabo con precipitación, fijando en él fulgor de sus ojos saltones.

-Mientras tienes la luz encendida- dijo el sargento- suena la alarma en el Cuerpo de Guardia. Ordenan que apagues de inmediato. Bueno, me lo ordenan a mí y te lo ordeno yo a ti.

-¿Apagar la luz, mi sargento, -intentó replicar el cabo- cuando todavía está todo a medio hacer?

-Si no apagas me cae un puro a mí. Y, si me crujen a mí, te crujo yo a ti. ¿Cómo lo ves?

Y le recordó al cabo, oportunamente:

-Estás esperando un permiso. Tú sabrás.

El sargento de semana se dio la vuelta, dando por concluidas las contraórdenes, y se dirigió de nuevo hacia su cuartito. Minutos después, el cabo, desconcertado y solo, llevó lentamente el dedo al interruptor de la luz y, antes de pulsar, miró un momento al grupo de los que en el suelo aún tenían fusiles desmontados, con trapitos engrasados en las manos y otros secos. Miró a los que aún extendían la ropa limpia sobre sus camas. Pensó, sin verlos, en los que todavía estaban mojados, incluso enjabonados, en las duchas. Bajó la mano un momento anticipando todo lo que se iba a iniciar en un instante, apenas llevara la punta de su dedo al interruptor, ahora convertido en un dispositivo temible. Ya se había producido alboroto cuando recorrió las  naves adivirtiendo que la luz se apagaría enseguida. Muchos se propusieron continuar con lo que estaban haciendo.

Pulsó por fin el interruptor. Estaba hecho. En la oscuridad se oyeron los aspavientos, las preguntas, las protestas. Se oyó el ruido metálico de las partes sueltas de los fusiles desmontados. Chirriaban sobre el suelo las literas que habían sido rodadas para vestir de limpio las camas. Vociferaban los que encontraban a algún otro en su lecho, ocupado por error en la oscuridad. En la oscuridad, recorrió la compañía para controlarlo todo en lo que pudiera. En la zona de duchas, oía las voces tras las puertas, veía brillar ojos interrogantes de los que aún se secaban. No quiso enterarse bien de lo que pretendía un soldado que lo persiguió en pelotas, totalmente enjabonado aún, y que resbaló antes de alcanzarlo. Oyó el ruido de los huesos contra el suelo de aquel soldado y las voces de los que se acercaron a alzarlo.

Se fue a su cama cuando la situación ya se había calmado y recompuesto, después de casi dos horas. Cerraba los ojos y la oscuridad se le llenaba de manchas blancas repentinas, como fuegos fatuos: las de los ojos desorbitados que no entendían lo que estaba pasando, las de la ropa interior de los que llegaban a tientas su cama y los que se bajaban de camas equivocadas, las de la espuma recorriendo los cuerpos que salían enjabonados y a ciegas de las duchas. Aquellas manchas blancas le hacían reír, estúpidamente y a raudales, y tenía que volver a abrir los ojos. Primero recibió con gozo aquella risa porque le desahogaba la tensión, después temió que las carcajadas no acabaran, que se prolongaran hasta la mañana en sus primeros pasos, en el desayuno y en el trabajo diario a continuación.

Despertó cuando se encendieron de nuevo las luces y verificó que ya estaba amaneciendo. En su confusión pensó: “Si he despertado, se supone que he dormido, y se supone que también acabaron por dormirse los demás, pero no sé a qué hora, en qué momento ocurrió.” Se levantó por fin adormilado, espabilándose camino de los lavabos. También sus compañeros se desperezaban andando con el jaboncillo en las manos y la toalla sobre el antebrazo, como espectros. Le sorprendió ver que, a esa hora de las legañas, todo estuviera sucediendo como otras tantas mañanas, sin que nadie le dijera nada sobre los hechos de anoche y todos mostraran la mismas trazas enajenadas de la salida del sueño. Vio todas las literas perfectamente alineadas, según vio. Todos los fusiles de asalto estaban bajo candado en el en el armero. También veía en orden, sin resto alguno de actividad accidentada, el lugar donde se desarmaron y limpiaron los fusiles a oscuras: ni una suela tuerca suelta, ni un tornillo, ni un solo trapo grasiento abandonado por las prisas... Increíble, pensó. Por eso le extrañó que a la vuelta de los lavabos estuvieran presentes todos los mandos de la Compañía -capitán, tenientes, alféreces, brigadas y sargentos- aguardando a la tropa para constituir la formación de diana. “¿Pero tan grave ha sido?” -se preguntó el cabo- “¿Vendrán crujir a mí o al sargento?”

No habló el Capitán, que presidía aquel grupo. Tampoco habló el suboficial de semana, a quien le habría tocado por rutina dirigir la formación. Al cabo le dio la impresión de que todos ellos, con los ojos puestos en algún horizonte, esquivaban la alarmada sorpresa de los soldados. El encargado de dirigirse a la tropa fue uno de los dos tenientes. Tres de las cuatro secciones de la Compañía saldrían inmediatamente, armadas a patrullar, por calles de Madrid, dijo, con equipo completo, armamento y munición real. Se adelantaría la hora del desayuno y a la vuelta del comedor tendrían que pasar a toda prisa por la Armería para recoger lo necesario. “Se prolongan para hoy los servicios internos de ayer, excepcionalmente” -añadió- “El sargento les leerá ahora todos los nombres.”.

No hubo más explicaciones. El cabo, que repetiría su labor del día anterior, vio a todos prepararse para salir a las calles con una seriedad inexpresiva y mecánica, como si fuera esa actitud la única manera de no alborotarse ni venirse abajo. En los últimos días, revistas de actualidad habían publicado reportajes sobre alguna que otra intentona sediciosa, una de ellas llamada Operación Galaxia. Pero no había manera de saber si aquello tenía que ver con esos asuntos. De golpe recordó como lejanos y desvanecidos los sobresaltos de la noche anterior, por más que también fueran insólitos. A él le tocaría esperar sin noticias, sin saber en qué tesitura se habrían de ver sus compañeros ni cuándo regresarían, ni en qué situación del diablo estaba el mundo allá afuera, extramuros del aquel cuartel.

domingo, 29 de noviembre de 2015

MONTSERRAT Y LAS COMAS (un recuerdo)


Belahí Mohamed Tahá regresó furioso al cuartel la noche de aquel domingo, no porque se hubiera acabado su pase de fin de semana sino porque las cosas no habían ido bien con su chica, allá en Barcelona, a donde había vuelto a visitarla desde nuestro cuartel en Campamento (Madrid); lo había hecho ilusionado, desesperando de los kilómetros, las estaciones y los paisajes que lo separaban de ella. Y todo para, finalmente, regresar decepcionado. Lo vi volver aquella noche acelerando el paso, recorriendo rabioso la extensa nave llena de literas y armarios hasta llegar a su taquilla. Lo vi levantar en lo alto, con las dos manos, el gigantesco radiocassette de los de antes que había prestado a otro soldado durante su ausencia y estrellarlo con furia contra el suelo sin aparente motivo. No respondió a preguntas y, después de pasar retreta, se fue tranquilizando solo hasta dormirse, sin necesidad de que nadie lo ayudara a serenarse.

Al día siguiente, cuando por fin se animó a dar explicaciones, nos confesó a los de confianza que su chica lo había vuelto a recibir con un apremio sexual predador y sin alma, incompatible con aquel romanticismo suyo, aquel embeleso blandengue que lo mantenía atontado cada día de la mili, así hiciera guardias, cocinas o maniobras, o así tragara kilómetros para encontrarse con ella en cada pase de fin de semana. “¡Yo, queriendo hacerlo bien, despacito. Hablar..!”, se quejaba Belahí. Y ella, nos decía, siempre cortándole el rollo, reprochándole: “Pero coño, ¿tú no eres moro?..., pues lo moros, bastante fama tienen de estar siempre salidos y dispuestos.” Eso es un mito, claro, nos reflexionaba en voz alta Belahí -a quien sólo ella podía llamar moro-, desmoronado por que su chica lo redujera a semental de ocasión sin casi dar lugar a la comunicación ni a la empatía.

Todos habíamos reparado pronto en Belahí Mohamed, melillense, desde la primera vez que nos pasaron lista en el Cuartel, dado que el teniente al mando le preguntó si era musulmán y si había solicitado dieta acorde a sus creencias; le oímos contestar afirmativamente a las dos preguntas con la voz y el acento que después se nos harían tan familiares. Yo empecé a tratarlo el día en que descubrió por el rabillo del ojo que yo guardaba algún libro de poesía en la taquilla. Enseguida me pidió prestado uno, el primero de cuantos le fui prestando a partir de entonces. Se los llevaba con el mismo entusiasmo con que me los devolvía, con caluroso agradecimiento. A la segunda o tercera ocasión me confesó que no era por necesidad de lectura sino para aprovechar de los poemas ideas y palabras con que embellecer las cartas para su chica. Me aseguraba que todos le habían servido de mucho, aunque entre ellos hubiera alguno tan duro de pelar como Huesos de sepia, de Eugenio Montale.

A los de confianza nos reveló un día que su chica se llamaba Montserrat Caballé. “Pero no la famosa, no la que canta”, nos aclaró, “sino una chica joven que es ahijada suya, ¿entendéis?” Entenderlo, no lo entendíamos mucho, la verdad; de hecho, no fui yo el único en preguntarle oye, Mohamed, explícame una cosa: si la relación es sólo de madrina-ahijada, ¿a qué viene que tengan las dos el mismo apellido? Él se quedaba pensando y contestaba: “No lo sé”. Nos había dejado a todos confusos, cuando no escépticos, con el caso de su Montserrat Caballé, pero no se lo decíamos a las claras. Alguna vez, si acaso, le tomábamos el pelo si lo veíamos de buen humor: “Belahí, ¿cuando la dejas satisfecha... te canta un aria?”

Tal vez fue que le escamara tanta desconfianza mal disimulada, pero el caso es que un buen día se sentó con el grupo durante un descanso, en un banco metálico al fondo de la nave. Traía en las manos unos sobres de correos; nos enseñó los remites: Montserrat Caballé, se leía en todos, y una dirección de Barcelona. Sacó las cartas de cada sobre y con vehemencia nos incitó a leerlas. “¡No me importa, hay confianza!”, insistía. Nos fuimos pasando aquellas cartas y las leímos una a una en medio de un grave silencio, sin compartir codazos ni miradas cómplices, sólo curiosidad y mucho asombro. Sin saludo, sin encabezado, sin preliminares ni advertencias, cada una de aquellas cartas de aproximadamente dos cuartillas empezaba y seguía hasta su final con la expresión abrupta de los deseos de la mujer, desvelando a Belahí las veces que se masturbaba pensando en él y en qué distintos modos. Le escribía también lo que quería hacerle y lo que quería que él le hiciera en sus próximos encuentros, desde la coronilla hasta la punta de los pies, con un repertorio extenso de posibilidades eróticas expresadas con detalles explícitos, con palabras trazadas como si la tinta del su bolígrafo estuviera dotada de una lubricidad insólita; había cambios bruscos en la grafía y el tamaño de las letras en algunas líneas sorprendentes y, por supuesto, sin puntuación: aquel frenesí desbordante no podía ser encerrado entre pausas ni signos de orden lógico. Lo más curioso era que, en medio de toda aquella pasión incontenible, volcada sobre los papeles como fruto de un solo impulso desenfrenado, en medio de una cuartilla, sorprendía encontrar a veces una coma, una coma sola, aislada y sin motivo entre palabra y palabra, como un intento estéril de la remitente por administrarse una momentánea dosis de control o de cordura. Pasados los días, una vez superada la sorpresa del frenesí de las cartas, lo más comentado en nuestras conversaciones era aquella coma flotante, tan imprevista.

Hubiera sido lo natural, pero nunca le puse en mi mente cuerpo ni rostro a la Montserrat de mi amigo, ni siquiera en las fantasías de los insomnios, en la soledad de la cama litera. Por otra parte, Mohamed nunca aportó detalles de su aspecto físico, a pesar de habernos revelado tanta intimidad. Los demás no supimos cómo podía ser su talle, sus andares o sus tetas; nunca supimos si era rubia, morena o castaña y no preguntábamos a Belahí nada que por su cuenta él no nos dijera. Pero alguna que otra noche, antes de que el sueño me pudiera, se me representaba en el recuerdo aquella caligrafía desordenada, con los cambios en el tamaño y la calidad de las letra. Eso me perturbaba, sobre todo si además me imaginaba aquella coma insensata y rebelde brincando entre las líneas de una carta. A veces me sorprendía el primer relevo del centinela nocturno llamado imaginaria en la oscuridad de la nave, despierto aún, atrapado en el recuerdo de la puta coma, aquella pobre coma mal parida.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Tinto de verano. OJO CON PASEAR BAJO EL ECLIPSE


-Tienes una sombra aquí, a este lado de la frente- le dijo alguien a la mesa, interrumpiendo sus palabras, y le apartó con la mano una mancha sombría de la sien derecha; él quedó traspuesto, alelado, con el hilo de su disertación perdido sin remedio, incluso cuando se la mostraron: “Mira, ¿la ves? : Era esto”. Pero él les había estado hablando de algo vital, les había hablado interesado en el resultado final de la conversación, preocupado por el efecto de sus razones en los oyentes comensales, totalmente dispuesto a ampliarles lo que quisieran, a recalcarles o a matizarles lo necesario y más, sometiéndose con el mismo afán y sin reservas a las preguntas y las objeciones que quisieran oponerle. Tan comprometido hablaba hacía un momento que no habría prestado atención al calor en aquella terraza donde se cocinaban las espaldas, ni al amargor del café si hubiera estado amargo ni a que le hubieran proporcionado sal en vez de azúcar; habría ignorado incluso posibles insectos zumbones que lo acosaran o que el viento le arrebatara el sombrero panamá del que estaba olvidado, tan concentrado en cada palabra que decía, avanzando dato a dato las circunstancias del caso que exponía a sus oyentes que lo turbó, incluso le ofendió un poco, que alguien lo interrumpiera para retirarle de la cara una sombra. La debía de conservar todavía del paseo bajo el reciente eclipse; algunas otras sombras se le habían disuelto en diversos puntos del cuerpo, aquella debía de haber quedado, minúscula, imperceptible con las prisas, afincada en una sien. En principio era un acto de gentileza apartársela, ya, pero con lo que se estaba tratando en aquel momento, con el énfasis entregado con que él abordaba aquella cuestión trascendente, enrevesada, prestar atención a una sombra de su cara era restarle importancia a él, a lo que hablaba, a todo. Por eso quedó mudo, desarmado de golpe, como si la propia madeja de sus argumentos lo hubiera atrapado privándole de reacción. La mancha de sombra fue a parar a la mesa que compartía con sus acompañantes, enseñoreándose, ampliando su diámetro, convertida en una novedad flamante mientras él se desinflaba, no sabía cómo seguir. Aquella mancha oscura lo había desplazado disolviendo en un instante la trascendencia de aquel asunto interrumpido. La pequeña sombra concentraba ahora todo lo importante: el calor, la fuerte brisa, los platos que un camarero retiraba de la mesa, los restos de licor, de café o de vino espumoso que quedaban en las copas y los vasos, la hebra vegetal que el viento trajo de repente a la camiseta de una acompañante o los restos de yema de huevo que otro comensal conservaba en la comisura; y todavía más: atestiguaba la crisis financiera en China, el declive de Brasil, la presión sobre Grecia, los incendios del verano, el separatismo, la continuación de los desahucios... todo lo real, lo que de modo fehaciente podía influir en torno a aquella mesa y más allá de ella.
-¡Pero sigue hablando! -le propusieron devolviéndole la atención. Él miraba la sombra sobre la mesa y le acercaba la punta del diente de un tenedor.
-Estabas diciéndonos que...- le insistieron. 
Sobre la oscuridad de la mancha sombría, con el tenedor, trazaba palabras blancuzcas en letra de molde sobre el mantel: YIHADISMO, CAMBIO CLIMÁTICO...
-¿Qué está escribiendo ahí?- acabaron preguntándose entre todos, ya que él no respondía; tan sólo escribía palabras sueltas, o más bien las rasgaba, en la pequeña sombra: CORRUPCIÓN, NARCOTRÁFICO. Unos tenían que leerlas de frente y otros descifrarlas desde otros ángulos, silabeando en voz alta para sí y para los demás: VIO-LEN-CIA-DE-GÉ-NE-RO, ES-PE-CU-LA-CIÓN-FI-NAN-CIERA...
-¿El señor está seguro de que no rayar la mesa con esas letras? -le preguntó un camarero que, sin mayor motivo, puso delante de él la cuenta común. Él acalló al camarero con la palma de la mano abierta. “No soporto que me interrumpan”, le respondió. El camarero adoptó un aire digno y contenido mirando a su cliente. Una mancha de sombra le cubría el ojo izquierdo, como un parche. Sin más respuesta, el cliente siguió escribiendo -o dibujando, o tallando- sobre la mancha oscura lo último que se disponía a expresar antes de pagar y levantarse, ahora con la punta de un palillo de dientes: 67, 32€ A PAGAR ENTRE TODOS Y TODAS.
Él habría deseado hablarles del eclipse, hasta el final. De la inconveniencia de pasear bajo el eclipse.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Tinto de verano. NOSOTROS, LOS DEL DOMINÓ


El ajedrez es silencioso. Las damas también se juegan, y se miran jugar, casi en el mismo silencio; son largos silencios que encarnizan los malos humos en secreto: en esas partidas donde nadie dice esta boca es mía, gritan los pensamientos de cada cual desahogando en su interior los fracasos y las viejas humillaciones por antiguas que sean. La cabeza es traicionera si se la deja en libertad, se tensa en las dudas de los jugadores que hacen esperar un movimiento y se vuelve estridente en cada paso en falso irreparable, reavivando los propios errores vergonzosos. El silencio no deja olvidar. Es demasiada mala sangre para que se deje criar en un lugar donde los puños han golpeado con ira a un rival que podía ser -o haber sido- tu mejor amigo, donde han brillado las hojas de las navajas desenfundadas o se han roto contra el borde de la barra botellas cuyos filos rotos han ido dirigidos al cuello de cualquier bebedor.
Los que juegan a las cartas sí que hablan, incluso en alto, la mayor parte del tiempo. Anuncian a voces el resultado de las jugadas y hasta sus intenciones (pido, envido...) con palabras terminantes. También son ruidosos con las manos, golpeando con el borde del mazo sobre la mesa, barajando con violencia, lanzando las cartas sobre los montones al repartir como si golpearan con ellas la superficie, con un ímpetu rabioso y dedos desproporcionados, dejándolas curvadas al poco tiempo de estrenarlas, ásperas y oscurecidas por el sudor de sus dedos. Desde la barra, o desde las otras mesas, resultan extraños cuando se callan; en esos casos se les ve vigilar con enorme gravedad, ceñudos, la baraja y a los demás jugadores. Tanta rudeza advierte a quien pueda confundirse con la interpretación de las apuestas o poner en duda las maniobras de algún otro, aunque no haya entre ellos quien venga con cartas marcadas o escondidas ni se pase de listo a claras.
Nosotros, los del dominó, contamos con fichas saltarinas que no paran de hacer ruido sin dejar pensar; hacen ruido cuando se las remueve boca abajo antes del juego, cuando el jugador las coloca delante como una muralla y cuando, durante el la partida, se las pone una tras otra formando figuras imprevisibles. Podemos hablarnos sin distraernos del juego y en los descansos comentamos nuestras cosas. Hacíamos falta en un lugar así, con este juego olvidado. Hemos vuelto atraídos por el timbre de un teléfono que suena como los de antes y por los cascos de los caballos que se oyen pasar afuera. El bar conserva su antiguo nombre y sigue en el lugar de siempre, aunque ha sustituido el viejo decorado de calendarios y fotos deportivas por paisajes en grandes ampliaciones. La barra ya no es de madera de roble con aquel posapié plateado que ayudaba a estabilizar la posición sobre los altos taburetes. Ahora todo lo tienen geométrico y artificial. Abundan las mujeres cuando antes sólo entraban para llevarse a algún marido borracho. Nosotros, los del dominó, nos retiramos cuando otros ocupan nuestra mesa y las sillas donde nos sentamos, no porque físicamente nos estorben sino porque no está bien que el dominó de los espectros se entrometa en el trato de los vivos, así que salimos del bar apaciblemente, como entramos, sin saber cuándo regresaremos. El viejo ring-ring del teléfono -ya nos hemos dado cuenta- sale imitado de alguno de esos aparatitos con pantalla que todos tienen en la mano y miran sin parar, y los cascos de los caballos son los de unas pocas tartanas que están haciendo circular como antiguallas para los turistas.

Ilustración bajada de wallpoper.com

jueves, 20 de agosto de 2015

Tinto de verano. Y EL MAR, COMO SI NADA

Tendido aún sobre la toalla con los ojos cerrados, me podía creer que el mar ya había desaparecido, al menos en aquella playa extensa, y que el líquido que ocupaba su lugar era el sudor de los bañistas, que no dejaban de transpirar ni cuando se daban el chapuzón. No se recordaba una temperatura igual y parecía que la Tierra se hubiera acercado más al Sol. Pero abrí los ojos y comprobé que el mar seguía allí, como siempre, con un azul definido bajo aquella luz cegadora que amenazaba con decolorarlo todo. Sólo había cambiado la orilla, ocupada por cientos de personas que habían preferido tenderse al borde del mar a seguir tomando el sol sobre la arena seca. Vi innumerables toallas vacías, extendidas sobre el playón junto a bolsos de playa y sin gente. Los bañistas que aún seguían ocupando sus toallas, aislados, parecían náufragos aferrados a la tela como a una balsa que les evitaba achicharrarse.
Giré la vista a la izquierda para echar un vistazo a Gladis, que aún se enjuagaba el cuerpo a lo lejos bajo un chorro de agua sin sal. La luz era cegadora y el sol dejaba en las retinas espectros rojizos que destellaban formando dibujos. Aún así la veía con claridad, girando bajo el chorro, volviendo a remojarse la palma de un pie, luego la del otro, ahora los empeines, más tarde las rodillas; la veía estirarse las partes de arriba y de abajo del bikini para para que el agua entrara en su interior y, finalmente, remojarse el pelo ladeando la cabeza bien a la derecha, bien a la izquierda. Atríbuí a un error óptico explicable por el deslumbramiento y la distancia que aquella melena húmeda y oscura me pareciera menos espesa que otras veces. Para ser el día que era, el chorro estaba muy lejos de donde nos habíamos situado. La gente que abandonaba la arena pasaba delante de mí con las chanclas puestas para protegerse los pies, y los papás extendían las toallas en lo alto, como doseles, para proporcionar en el camino sombra a sus niños. Gladis debió aceptar cuando le propuse apenas poco antes marcharnos de la playa andando calzados y, al menos por aquella vez, quitarnos la arena del cuerpo a base de toallazos antes de llegar al coche. Pero no cedió.
Sólo cerré un momento los ojos, tan sólo un momento, para descansar la vista. Los abrí de nuevo pensando si ella habría reanudado toda la operación de enjuague de su cuerpo de arriba a abajo, de abajo a arriba, o si ya vendría de camino como pudiera, sobre la arena ardiente. Ni una cosa ni la otra: estaba paralizada sin atinar a salir de la plataforma bajo el chorro de agua. Tuve la impresión de que faltaba aún más cabello en su melena oscura y que toda ella se había reducido. Sin creérmelo cabalmente pero alarmado, me puse en pie sobre mis chancletas para ir a su encuentro, llevando en una mano las de ella. Creí que, con los pies protegidos, iba a ser del todo practicable caminar sobre la arena pero bastó dar los primeros pasos para sentir que el calor estaba traspasando las suelas de mi calzado. La vaharada espesa que me envolvía dificultaba respirar a pleno pulmón; sobre la cabeza y los hombros parecía tener el efecto de una una lupa gigante que aumentara los rayos del sol sobre toda la playa. Caminé acelerado y torpe, intentando mirar al mismo tiempo hacia ella, sorteando las toallas abandonadas a mi paso y las que aún tenían encima a sus dueños. Tropezaba con los objetos dejados acá y allá y con las pequeñas elevaciones de arena. Hacía visera con las manos sobre mis ojos y comprobaba que Gladis seguía reduciéndose. El chorro de agua del que aún no salía humeaba visiblemente sobre su cuerpo. Precipité el paso lo que me fue posible, trastabillando, jadeando, cayendo alguna vez de rodillas y levantándome con dificultad. Lo que fuera que le ocurría a Gladis aceleraba sus efectos a cada paso mío; consternado, ya no sólo resoplaba por el esfuerzo físico sino también por la preocupación. Alcancé la plataforma bajo el chorro cuando apenas quedaba de ella una amasijo caído entre las prendas de bikini. Se había derretido.
Cuando alcé la vista escudriñando a un lado y a otro para participar mi desolación con el semblante desencajado -a aquella gran concurrencia dispersa e indiferente- divisé sobre la extensión de arena una colectividad de seres reducidos, como una raza nueva que hubiera sustituido a la anterior, arrastrando prendas de ropa y objetos que les quedaban enormes. Yo mismo sentí como un abrigo denso la camisa abierta que me había puesto encima y tuve de repente que sujetarme el slip para que no se me deslizara piernas abajo. El mar seguía tan azul.


sábado, 15 de agosto de 2015

Tinto de verano: A LA VISTA DE CÁMARAS OCULTAS



No puedo pensar en cámaras de seguridad sin desear cometer un delito. Están en todas partes esos ojos electrónicos que permanecen invisibles, agazapados ante la ceguera o la indiferencia atolondrada de la gente que no piensa que está siendo grabada, pero todas esas horas de imágenes confusas se quedan en nada si no ocurre una paliza en un aparcamiento, una colisión de vehículos, un asalto violento o el enfrentamiento de dos bandas futboleras armadas hasta los dientes. Me angustia no controlar ni aprovechar ningún plano, ningún sonido de esa otra existencia mía, desconocida, de escenas fugaces y fantasmales.
A veces entro en alguna joyería sin el propósito de comprar nada, ni de llevarme nada. Son espacios refinados y silenciosos que merece la pena visitar para aprender y admirarse, como museos, y a los que supongo más dotados de cámaras de seguridad que encuadran el menor recoveco. He estado visitándolos para aproximarme a la remota probabilidad de que yo fuera la avanzadilla de una banda de guante blanco que esperara mi señal para entrar y desvalijar con virtuosismo; acercarme tan sólo a la imaginaria circunstancia de que repartiría después con los demás, tras un asalto relámpago, en la plataforma de un gran furgón clandestino; gozar con la sabrosa conjetura de que nos dispersaríamos después, cada uno con su parte, hasta el destino final en alguna isla del Caribe, acompañado yo de una joven cómplice, exótica y fatal. Así hasta esta vez, en esta última joyería, donde la naturalidad amable, profesional y en apariencia confiada con que me ha atendido una mujer muy bien vestida, ha desentonado de tal manera con la intención retorcida e inmadura que me había traído aquí que con esfuerzo he podido reprimir una risotada nerviosa, con esfuerzo y una mueca desconcertante. Ahí me ha dado vergüenza y habría desistido de estos devaneos de delincuente si no llego a reconocer en el hombre embalsamado en gomina y acompañado de un portafolios que en otro mostrador preguntaba por un collar a M.R.P., viejo condiscípulo de Instituto.
Desde hacía años y años no lo veía sino en los medios de comunicación. Se ha pasado la vida encaramado a cargos institucionales, saltando de uno a otro. De paso, ha estado encausado por tráfico de influencias y otros asuntos feos pero ha logrado eludir los cargos con una buena defensa. A mí no me la da. Cuando le he oído alguna vez en televisión, le he reconocido ese timbre de voz impostado, algo pastoso y gutural que empleaba para ganarse a los profesores con comentarios de fingida trascendencia, adaptados en cada caso al gusto del docente de quien pretendía obtener un redondeo favorable de la nota o incluso un punto de favor con el que mantener la calificación media. Con esos talentos ha hecho carrera toda su vida. No necesito pruebas: tipos como él son la pasta o el caldo básico de lo que después, a veces, acaba en los tribunales. Están hechos para eso, tanto en la vida pública y asociativa como en el sector privado, o en esas franjas turbias en que ambos mundos se confunden. No estaría de más caerle encima, inmovilizarlo y hacerle confesar las tropelías a cogotazos después de hacerlo chillar como a un gorrino. Esa confesión quedaría grabada por alguna cámara de seguridad, no sé cuál pero alguna habría. Sería delinquir, pero por una buena causa, como si yo fuera un robin hood de los bosques electrónicos. Habría que prepararlo bien, tendría que conseguir su confesión con datos inequívocos, incontestables, sólo conocidos por él, no vaya a ser que alegue haber hablado sólo por coacción. No estaría mal, insisto. Lo prepararé todo a conciencia siguiéndolo, aprendiéndome sus itinerarios, sus relaciones y actividades; tendré hacerme el encontradizo explotando recuerdos escolares y de aquí a un cierto tiempo quién sabe, quién sabe, tal vez llegue la hora, al fin, la hora de dar cumplimiento no a uno sino a dos de mis íntimos deseos.

jueves, 13 de agosto de 2015

Tinto de verano. CUESTA ABAJO


Las celadoras se han vuelto a quejar a las monjitas. Son jóvenes, inseguras y se alteran por nada o casi nada. Están con la mosca detrás de oreja porque insisto en que me dejen sobre la pendiente de césped a la hora de tomar el sol, con la silla de ruedas frenada. Más allá de la pendiente están los huertos parcelados donde permiten cultivar a algunos internos frutos y hortalizas. Y más allá, el vacío. O, para ser más exactos, el pequeño risco, el batacazo seguro si bajas rodando por la pendiente cogiendo velocidad. Ellas temen que yo esté maquinando un suicidio y así un día cause un problema a la que tenga vigilancia.
Las monjitas las tranquilizan. Les aseguran que apenas es una rabieta que me dura desde que me requisaron las revistas porno. Es verdad que me las descubrieron y me desposeyeron, las cabronas. Pero ellas también se equivocan, esto no tiene nada que ver con las revistas ni con que desde entonces Asuncionita se niegue a jugar conmigo al cinquillo, escandalizada. En realidad, esquivo a Gorka, que le tiene miedo a la pendiente de césped, aunque es poco inclinada. Gorka se ha dedicado por último a, según dice, descubrir a los cuerdos que se nos han infiltrado. Asegura que cada vez son más; cada vez me revela más nombres y no comprendo cómo no sospecha todavía de mí. Para Gorka, los cuerdos son el origen de todos los males, las envidias, las luchas de poder, el crimen, la codicia. Se están infiltrando para contagiarnos su maldad y para seducir a las monjitas. Lo peor de Gorka es lo que especula cavilando en voz alta, repasando las costumbres y los gestos de alguien hasta que al fin descubre que es un cuerdo. Y me ha escogido para confiarme todas sus sospechas. Casi diría que me va a volver loco, pero no sé si eso es todavía posible.
Le pregunto si ha dado cuenta al psiquiatra de la residencia de que los cuerdos nos invaden. Me dice que ni hablar, que no es un delator, que a ver qué me he creído... Y, además, el psiquiatra los habrá descubierto, deduce, porque él también está cuerdo. No sé yo; el psiquiatra este también es muy joven, se está enfrentando a lo que da de sí la realidad después de los estudios. Yo lo tengo desconcertado, como a otros. Lo que observa en mí no se corresponde con mi expediente. Y es que aquí adentro he conocido a tantos, tantos de los que recuerdo las fijaciones y las extravagancias y las cantinelas, que los puedo imitar. Tengo un gran repertorio y en cada caso escojo la personalidad que me parece, a ver si no cómo soportaría el tiempo, si no te dejan tener ni las revistas porno. Para los terapeutas que he conocido aquí habré pasado de ser histriónico a obsesivo, dependiente o qué sé yo. Los efectos de las distintas medicaciones también ayudan a que vaya de un mundo a otro burlando el control y la rutina. Lo malo es que todo empieza a repetirse y ya casi nada ofrece novedad que alivie tantas horas. Normal: es que aunque a Gorka se le haya olvidado con el paso de los años, esto no es un psiquiátrico sino un asilo de ancianos; con el tiempo, el aburrimiento y la senilidad, a ver quién distingue a un pirado de un matusalén.
Al final van a tener razón las celadoras: cuando se me agoten las diversiones, podré en cualquier momento quitar el freno a la silla de ruedas sobre la pendiente, cogiendo una velocidad endiablada. Eso sí, en la bajada llamaré a Gorka sabiendo que le tiene miedo a la inclinación del terreno: “¡Gorkaaa, socoooorro!”. Y, después, no sé.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Tinto de verano. CORO A BOCA CERRADA

Por su apariencia y estilo, seguro que aquel viejo café tenía una historia ilustre, una historia de culto repleta de nombres propios, aunque en sus paredes no hubiera fotografías que lo acreditaran. Era un café discreto y por eso me gustaba aún más, no deseaba conocer su pasado. Los camareros te dejaban en paz después de atenderte; si no los llamabas, tenían la buena costumbre de no acercarse a preguntar cómo estaba todo, o si deseabas algo más. Eran silenciosos, antañones, uniformados con chaquetillas blancas y entrenados en sostener con elegancia las enormes, redondas bandejas plateadas. Era el mejor lugar para agotar el periódico saboreando un coñac.
No sólo no había televisión. Nadie sacaba un móvil ni una tablet allí dentro, aunque no hubiera prohibición expresa de hacerlo, y nadie hablaba en voz alta. Cada mesa -mármol y arabescos- era un islote aparte y apartado, una historia única entretenida con un café, una infusión o una copa; conversaciones susurradas o reservados silencios de concentración y olvido.
Yo respondía con discreción a la discreción del establecimiento. No le decía a nadie que iba allí, ni que frecuentaba el distrito. Quería mantener mi relación con el local al margen del trabajo que ya sabía no me darían por contrato al final del periodo de pruebas por el que llegué a la ciudad. Tampoco lo mencionaba en mi correo ni en mis mensajes online, en tanto que sí daba noticias con detalle de todos mis demás movimientos y rutinas. Llegaba, respondía al saludo de algún camarero, o de la señora que controlaba tras la registradora antigua, y escogía una mesa. Me sentaba, me deshacía del abrigo, desplegaba el periódico y cuando venían a preguntarme pedía mi coñac, siempre la misma marca. Aunque la secuencia era invariable, me agradaba que no me preguntaran nunca “¿Va a ser lo de siempre?”. Siempre se dirigían a uno como si todo empezara en cada ocasión y nada hubiera que darse por supuesto; me parecía el modo más distinguido de evitar una familiaridad innecesaria, y se compadecía mejor con la anónima simpatía no sujeta a compromisos de un viajero de paso con la ciudad que descubre.
Al principio, cada vez, dejaba divagar la mirada de los titulares del periódico a los ocupantes de las otras mesas, sus gestos, sus bisbiseos por momentos reconocibles, formando una estampa intemporal; ya reconocía en ellos a algunos habituales: dos señoras mayores que se sentaban una junto a la otra y se escuchaban inclinando siempre la cabeza hacia la que hablaba, como si se estuvieran confesando. En un grupo de hombres con aire bohemio estaba siempre presente una guitarra acústica que ninguno hacía sonar. Los de mayor gravedad era una pareja chico y chica que lucían prendas oscuras, incluso en días de calor; no abandonaban la seriedad en todo el tiempo de sus encuentros, a veces acompañados de cuartillas escritas sobre las que se intercambiaban comentarios.
Cuando al fin entraba de lleno en la lectura del diario, página a página, favorecida por un agradable estado de concentración, lo hacía removiendo suavemente el coñac, cubriendo el fondo de la copa con la palma de la mano para mantenerlo en la buena temperatura durante unos diez minutos, lo  saboreaba y dejaba la copa sobre la mesa, hasta la próxima. Sin proponérmelo, llegaba siempre al final del periódico coincidiendo con el último de los espaciadísimos sorbos que daba al brandy, en una sincronización que parecía confirmar una tácita armonía establecida entre el local antiguo, el coñac, el periódico, el personal, los ocupantes de las mesas, la apacible hora, yo mismo, y todos estos elementos entre sí. Formábamos, a nuestro modo, un coro a bocca chiusa, un coro a boca cerrada, como el de Madame Butterfly.
La última vez que abrí el periódico en aquel café me topé con el reportaje de una sección veraniega que hablaba de aquel local, de su historia, de viejas tertulias, de artistas bohemios, de escritores y de algún que otro conspirador. No eran muchos los nombres y a la mayoría de ellos se les podía relacionar con otros cafés más famosos, por lo que -imagino- habrían estado allí de paso alguna vez, si no abandonaron el lugar en favor de otros establecimientos con más pujanza. Daba igual, nada sería lo mismo después de la lectura de aquel artículo. También me enteraba, por la lectura, de los fundadores y de los sucesivos propietarios del sitio. Acababa de ocurrir algo desconsolador: el periódico, uno de los integrantes de aquel coro a boca cerrada, había cargado contra los demás: contra aquel espacio, contra mí... traicionando. El café y sus ratos en él habían pasado a engrosar el mundo del dato y de la anécdota; ya podría hablar de todo ello, entretener e ilustrar, tenerlo como referencia de mis itinerarios de viaje, pero se había perdido lo inefable. Para siempre.
Antes de marcharme, me giré en la puerta para ver por última vez a los camareros, el mostrador, el biombo, los percheros de madera, los grupos en torno a las mesas, y me agradó pensar que había escogido aquel antro de calma por las mismas razones que lo prefirieron sus primeros parroquianos. Salí afuera, a la tarde soleada, y aquella ciudad que habitaba aún por unos pocos días, la ciudad que me aprendía a base de perderme en ella mirando a un lado y a otro, se veía más completa: había recuperado un hueco en el plano, una zanja de valor histórico -el café antiguo- como un rico yacimiento bajo una construcción derruida, el tesoro que yo le había estado disputando.


martes, 28 de julio de 2015

PREGUNTAS PARA NICKY


Para M.D.M., que lo conoció

Dime, viejo cómplice,
¿en la negrura fría que te envuelve
recibes a los muertos que te mando,
los que se han internado en las tinieblas
después de ti?

¿Les meneas el rabo mientras gimes
para que al fin despierten y te vean?,
¿lames sus pobres, recién llegados miembros
con tu saliva cálida?

Dime tú, como puedas:
en esas noches en que creo oírte
aullando solitario,
¿los estás despidiendo o saludando
entre jadeos de reconocimiento?

Dime, corazón, ¿en tu inocencia
miras en derredor con ansiedad
pensando dónde estoy y cuándo iré,
cuándo me tocará,

por qué te dejo solo todavía?

sábado, 20 de junio de 2015

CONTANDO...



Queda medir el tiempo que me queda
contando las especies que se extinguen,
los bosques arrasados,
contando cada bloque a la deriva
desprendido del Ártico.

Contando,
contando uno, dos, tres,
al escondite inglés.

Queda medir el tiempo que me queda
contando los delfines encallados,
las ballenas cazadas,
las bestias torturadas sin motivo,
contando cada perro abandonado.

Contando,
contando y de oca a oca
tiro porque me toca.

Queda medir el tiempo que se encoge,
temeroso de lo que le espera,
contando degollados,
contando refugiados como si contara ovejas


y sin pillar el sueño.

miércoles, 17 de junio de 2015

EL BOSCO EN LOS OCÉANOS





















Abisal, 

aquí no caben bromas
ni portentos:
esa nave inflamada que en secreto te mira
por un tubo con ojo
es un pez aterrado en su noche perpetua.

Abisal,
no hay símbolos ni cábalas:
calaveras que flotan como gelatinas
transparentándose para sobrevivir
son sólo peces,
palpitan y respiran
con el asombro de un decapitado.

Abisal,
cada roce del agua
es sobresalto en la quietud cercada,
principio y fin de un segundo de muerte
irreversible y cierta.
Mírales a los ojos:
un mismo espanto iguala a presa y predador.

Abisal,
el calor que te llega desde abajo
es infierno a la espera,
magma que encarcela su luz;
reventará algún día donde los días no existen
no invitado por nadie,
filtrado en largas, cegadoras grietas.

hacia arriba, camino de otra luz.