sábado, 3 de mayo de 2014

TÍMIDUS-ERECTUS, un cuadro de Francisco Lezcano


¿Qué le cuartea la cabeza, estriada y sin boca, y le tiene los ojos inyectados? ¿En qué ha fijado la vista desde lo alto que tanto le predispone a curvarse como si ensayara un regreso a la postura fetal? Él, acostumbrado a erguirse, ahora a medio camino de volver al estado del renacuajo. ¿Qué horror lo ha exiliado de la tribu que tan arriba se mantiene, sobre dos palmos de desfiladero?

Puede que, huidizo y previsor, huya de la furia de los dioses o la de sus emisarios terrestres; o  quizá purgue el haberse negado a adorar a algún ídolo de codicia y de sangre. Tal vez, tras observar de lejos la vorágine, confíe apenas en lo que aún tiene de anfibio. Abajo no se toleran la duda o la indecisión. Su tiempo requiere el arrojo sobre las enormes presas a cazar, la fe arrolladora en la victoria frente a las tribus que intentan saquear la caza y apropiarse del asentamiento junto al río. El hechicero domina los arcanos, enseña las palabras rituales que los mantiene unidos, los cánticos que encorajinan para el asalto.

Pero él  piensa, y eso ha sido señalado como una debilidad suicida y una afrenta al valor. Alguna enfermiza mutación le ha distanciado de la comunal certeza, le ha hecho estremecerse frente a la sangre. Tendrá que alimentarse de rastrojos, de frutos temporeros y de torpes insectos. Si abandona las alturas acabarán con él, o bien los suyos o los de cualquier otra tribu, suspicaces ante un espécimen aislado, el primer eremita del mundo.