lunes, 23 de diciembre de 2013

Una variedad ritual


No siempre estoy dormido. Por el contrario, tengo al día horas de vigilia tozuda contra  la que nada puede el cansancio. Mi cuerpo alerta sólo se relaja cada atardecer, cuando Briseida se recuesta junto a mí sobre esta cama de cedro; apenas entonces una dulce corriente parece irrigar poco a poco mis venas, hasta que mis ojos empiezan a rendirse y mi mente se resigna a abandonar las últimas imágenes de su cuerpo a mi lado, oscureciendo los rayos del atardecer que se filtran por la celosía o la solemnidad del arcón sobre un suelo de madera veteada.
Comprendo que quien me observe durante el día deambular sobre el enlosado de piedra que recorre nuestro extenso jardín pueda pensar que ando soñoliento, que camino inconsciente a pequeños pasos sin dirección, sin reparar de verdad en el emparrado, en las macetas colgantes, en los grandes tiestos de soga o de bambú donde florecen las hortensias, los crisantemos o las azaleas. Pero lo cierto es que no sólo veo todo eso sino que intento prestarle la mayor atención. Si camino despacio alrededor del porche, o si recorro los huertos con ojos espantados, como si aún presenciara los restos de alguna pesadilla horrible, no es porque me encuentre enajenado: me preparo inútilmente para el próximo asalto del dolor, que de todos modos me sorprenderá como siempre sin avisar,  me invadirá y logrará retorcerme allá donde dé conmigo. Aunque es imprevisible en cualquier caso, no puedo dominar el temor de que me coja distraído y apresurado,  con la guardia baja; por eso intento esperarlo con lentitud cercana a la inmovilidad, como si estando yerto, petrificado, fuera a conseguir que pasara de largo sin desgarrarme.
El poco tiempo hábil que las treguas del dolor me conceden no dan para casi nada de lo que me propongo hacer: pasar revista a las parcelas frutales, limpiar las hojas de las plantas  grandes, desbrozar sus tallos, renovar el abono de algunas macetas y recorrer finalmente el camino de enlosado rústico que a la derecha conduce hasta un sendero estrecho y terroso. Cuando llego al final de ese recorrido y, tras subir uno pocos escalones flanqueados de lavanda, veo siempre frente a mí el invernadero que hemos instalado hace tiempo para las plantas dejadas al cuidado exquisito de Briseida, cuya silueta difusa miro moverse de acá para allá al trasluz de las paredes blanquecinas. La imagino atareada, con interés minucioso, cuidando la composición de arcilla y arena donde ha de surgir y desarrollarse cada planta. Después doy la vuelta sobre mis pasos, sin acercarme a interrumpirla en el microclima exclusivo del invernadero. Gracias a la regularidad escrupulosa de nuestra rutina, la puedo adivinar en cada momento ajustando la temperatura y la humedad apropiada a las orquídeas, o a esa otra variedad de flores que ambos llamamos rituales.
Cada labor que dejo interrumpida, cuando sobrevienen las terribles punzadas, es una historia inacabada que reclama inútilmente su final, un proceso inconcluso que se amontona en el limbo de los propósitos sin cumplir. Los sobresaltos de dolor me hacen soltar de las manos las herramientas y retroceder al dormitorio como un ejército en retirada. La lucha que entonces libra mi cuerpo, exasperado sobre la cama, sin conformarse con ninguna postura, no es mayor que la que libra mi pensamiento, aún reo de las obligaciones pendientes con las dalias, las trepadoras o los arbustos en toda la variedad del jardín que hemos ido conformando y que no deja de hacer batidora en mi mente.
Cuando Briseida abre la puerta del dormitorio, yo aún giro alborotado sobre el colchón sin conseguir descanso, deseando el sueño. Ella entra lentamente, sosteniendo en las manos una pequeña urna de cristal que coloca sobre la mesilla de noche. Llega como trayendo consigo el clima vegetal del invernadero y se acerca a la cama con un aroma envolvente que hace sentir aún más el barniz antiguo de los muebles. El aire en el dormitorio comienza a volverse narcótico. Se sienta a un lado de la cama y se despoja lentamente del grueso chaleco sin mangas, que deja sobre una silla. Se desprende también de la camiseta y finalmente, del sujetador cuando lo lleva. Se unta los pezones con el líquido que contiene la urna, extraído de la misma variedad de amapolas silvestres que en su región de origen usan las mujeres para amamantar  por las noches a los bebés. Sostiene que no se trata de la adormidera, que es otra cosa. Cuando se recuesta al fin, acerco a mi boca alternativamente uno y otro seno oportunamente empapado y en cada uno me demoro recobrando poco a poco la serenidad.  Sé que el jugo no haría su efecto si no fuera por su presencia y por su cuerpo, y por esta ceremonia íntima que nos vincula tanto o más que las antiguas costumbres compartidas. Mi cuerpo por su cuenta adquiere una apacible y gozosa seguridad que le permite abandonarse, y en la mente se evaporan las obligaciones y los recuerdos de cómo era antes mi vida con Briseida, en tiempos de salud. Absuelto al fin de recuerdos y de escrúpulos, me diluyo del todo ignorando qué será del mundo cuando yo ya no lo veo.
No siempre estoy despierto.


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