martes, 29 de agosto de 2023

DUERMEVELA

 


La tierra mojada, primero compacta y oscura, se había ido ablandando según arreciaba la tormenta y se volvía polvo flotante, cuyo tacto blando y repulsivo era lo único cálido bajo el lodazal que ya se confundía con el pantano desbordado. El agua arrastraba hojas, ramas y pequeños troncos a la deriva; también iba desmenuzando juguetes rotos que flotaban, libretas a punto de deshojarse, viejos zapatos deformes, incluso el esqueleto de algún gato muerto tiempo atrás. En el lodo destellaban escasos reflejos de estrellas procedentes de un cielo negro, a veces envueltas en algún jirón de nube lejana, casi invisible, o en el impacto luminoso de algún relámpago allá en el cielo. Un hombre se aferraba a la alargada raíz de un árbol que sobresalía de un montículo de tierra seca y resistente, un islote en medio del barrizal flotante donde se reflejaban apenas débiles luces de ciudad. Se precipitaba la lluvia sobre el sujeto, aplastándole el cabello, creándole un surco en el vello de los brazos, agotándole los párpados golpeados, por donde sin embargo pudo entrever el brillo de un objeto, fuera lo que fuera, que permanecía quieto a pocos metros, resistiendo tanto el empuje del barranco desbordado como la fuerza de las gotas que caían. Aquel objeto inverosímil le parecía estar cada vez más cerca, aunque su alteración de ánimo y las dificultades para fijar la vista lo hicieran pensar en una visión alterada por la corriente, a través de los destellos provenientes del cielo y sus reflejos en el agua. La ilusión de aquel objeto ajeno a los embates de la corriente adquirió de pronto, sin explicación posible, la forma de la pistola de bolsillo Ruger LCP 9mm, que tan familiar le era por tener en su casa una réplica decorativa exacta. La forma de la pistola se iba disolviendo en humo de colores a medida que se le acercaba, encañonándolo; finalmente quedó reducido a un pequeño haz de luz verde que le iluminaba el bolsillo de la pernera izquierda, el mismo donde guardaba el móvil, del que ya no se acordaba. Sorprendido también de que su móvil no se hubiera estropeado, notó con instantánea sopresa que su pantalón estaba seco, y que el vello de sus brazos ya no estaba aplastado por el agua. Tampoco su cabello. Que sus manos, también secas, no se aferraban a la raíz sobresaliente de ningún árbol magnífico y que su cuerpo no se hallaba en el cruce de un barranco desbordado y de una lluvia aplastante. Que, más bien, lo envolvía la calma tensa de una sala de espera hospitalaria, al final del largo pasillo de un ambulatorio médico lleno de consultas especializadas a un lado y a otro. Recuperaba la lucidez de la vigilia, temiendo que cualquier estímulo del ambiente lo devolviera a una angustiosa duermevela, como en la que había estado inmerso hasta momentos antes. Temía por ejemplo que el llavero con forma de minipistola que veía en la mano de un paciente en espera, justo a su lado, volviera a hacer naufragar su consciencia. Una doctora alta, morena y de andar elegante que pasó junto a él, le recordó a la actriz Monica Bellucci en un escena con pistola negra de ínfimo tamaño, y eso lo alertó de que estaba cayendo de nuevo en otro estado de alerta imaginaria. Con la cabeza erguida, se concentró en las puertas de las distintas consultas, iguales entre sí como lo eran las sillas rígidas de las salas, con sus espaldares curvos tan unidos que le recordaban alguna escena del oleaje irreal que un rato antes antes lo había ensimismado, y en el que se envolvió de nuevo, justo cuando la voz juvenil de una mujer lo espabilaba:

-Buenos días, señor. ¿Es usted don Abel Torres? -le preguntó una auxiliar de enfermería-. Él le respondió que sí.

- Su consulta es la número 34, señor -dijo señalándole la puerta con un dedo. La doctora Ángeles Salas lo llamará en pocos minutos. Buenos días.

El nombrado Abel Torres quedó mirando la puerta 34 de la referida doctora Ángeles S.R., Psicóloga Clínica, según rezaba un rótulo metálico. Cuando la doctora se asomó lo llamó por su nombre, lo saludó con un gesto afable y desapareció de nuevo tras la puerta, que no cerró del todo. Abel Torres la siguió lentamente y se introdujo a través de la puerta entreabierta observando todo con curiosidad de un lado a otro de la consulta hasta acabar clavando sus ojos en ella, la doctora. La doctora, acompañada por un ordenador portátil, esperaba sentada a su mesa y lo miraba a su vez imitando su exagerada atención, fijándole sus ojos negros por encima de la montura roja de sus gafas. Abel Torres sonrió -después de mucho tiempo de no sonreír- y aceptó el gesto de la doctora como una invitación al acercamiento y a la comunicación distendida.

No se creía ni él mismo la tranquilidad con que refería a la doctora su problema con las minipistolas o pistolas de bolsillo. Todo empezó, le decía, cuando por y única vez busqué información en Internet sobre estas armas, por pura curiosidad. A partir de ese momento, ya no podía conectarme a la Red sin que me abrumara la aparición de esas armas enanas, sus marcas, sus tamaños o sus capacidades de tiro, fuera con el programa o la aplicación que fuera, y esto dura... yo diría que dos meses o...

Bajó la cabeza, cansado de la declaración. Cabeceó, se ensimismó y respiró profundamente. Lo espabilaron dos golpes con una mano sobre la mesa, dos golpes suaves pero apremiantes que lo requerían a continuar la consulta. Cuando subió los ojos vio los de doctora, que lo miraban con severidad. Vio que ella tenía las manos sobre el teclado del ordenador, que hasta ahora no había utilizado, y se desconcertó al verla de golpe vestida con uniforme policial y que entre ellos había una minipistola reglamentaria.

-¿Y no llegó a comprar ningún arma?- preguntó la ahora agente de polícía.

-No, agente. Ya creo haberlo dicho -le respondió, aunque ya convencido de que estaba atrapado en uno de sus estados de duermevela delirante.

Ella lo miró fija y fríamente hasta que al fin desistió de su juego intimidatorio, guardó la minipistola debajo de su pernera y le imprimió su declaración para que la leyera y la firmara en caso de estar conforme. Le hizo gracia leer su drama en un estilo tan impersonal y correcto. Le pareció que ya él no era él ni siquiera en sus recuerdos, no digamos en ninguno de sus episodios de duermevela, debidos al cansancio. Cuando volvió a levantar la cabeza del folio la doctora se había transformado de nuevo, esta vez en una joven periodista que le resumía su caso con rapidez antes de formularle preguntas nuevas, por ejemplo:

¿En sus visiones interviene la realidad, señor? Me refiero a si se dan cita en ellas lugares, casos o rostros conocidos..?”

¿Ha llegado a jugar con su réplica de juguete, o alguna vez ha amenazado con ella o bromeado con esa posibilidad?”

¿Alguna vez ha sido usted policía o guardaespaldas... o delincuente armado, o ha deseado serlo?

Se fijaba en ella, en una cara curiosa y atenta como la de la doctora pero más juvenil. Vestía una rebeca naranja sobre una camiseta adornada con dibujos y unos jeans con descosidos a la moda a la altura de su muslo derecho que dejaban entrever una minipistola plateada. Intentó identificar el modelo y subió la cabeza para hacer memoria; sin esperarlo, se encaró de nuevo con la doctora, que lo miraba con interés y le preguntaba si esas recaídas en la somnolencia guardaban siempre relación con el objeto de su trastorno, es decir, las pistolas de bolsillo. Tras pensarlo un momento, Abel Torres contestó que sí, que siempre.


Se encuentra al día siguiente en casa, ante su ordenador personal. La doctora lo animó a hacerlo confiando en que el contenido relacionado con las minipistolas hubiera desaparecido ya total o parciamente; también le aconsejó hacer un uso estricto y necesario del Internet. Ahora no se atreve a darle a la tecla de encendido y deja pasar el tiempo. La sensación de alguien a su lado le hace girar la cabeza con angustia. A su lado, la doctora lo encañona con una Ruger LCP 9mm, con mano firme y con su mirada habitualmente cordial.

EL SCAT


 

La niña negra de la clase vino a la mesa de la maestra y con una sonrisa muy muy grande le dijo que su abuelo se había muerto. Yo me quedé parado del mosqueo que cogí y sin darme cuenta aplasté el trabajo de plastilina que la maestra me estaba corrigiendo. A mí se me murió un abuelo y lloré muy muy mucho y estuve triste. Pero mi asombro fue más grande cuando la maestra, en vez de decirle que no hay que sonreír así cuando se muere un abuelo, la atrajo hacia ella, la abrazó y le dijo cuánto lo siento, Sarah, mi vida. (La niña negra se llama Sarah y seguía sonriendo, la muy burra). Peor fue cuando a la tarde le confié a mamá que pensaba hacerle a Sarah una ahogadura el día de la piscina, por mala nieta. Mamá abrió mucho los ojos y me dijo que ni hablar, que me olvidara del asunto y que hablaría con Araceli (Araceli es la maestra) para tenerla sobre aviso. (Mamá chivata, lo que me faltaba). Entonces, mamá quiso recordar quién era Sarah y miró las fotos del curso y dijo “Anda, pero esta niña es clavadita a Sarah Vaughan” y me aclaró que era una cantante muy célebre y siguió diciendo “qué simpática, encima son tocayas” y buscó música de esa mujer en el ordenador y yo me divertí mucho porque la voz de aquella mujer podía ser muy gruesa, muy gruesa (como la de Sarah) y muy muy finita (igual que Sarah) y además cantaba con ruidos diciendo durin-duri-ri-ri-ri-ro o bibibo-biiiinan y yo me puse a inventar cantos en ese plan y lo pasaba comanche. Mamá me dijo que ese canto se llamaba Scat, pero a mí me daba igual y seguí inventando scats hasta la hora de la cena. ¡Qué gozada! Y al día siguiente seguí inventando scats en la clase sin darme cuenta y, de repente, me quedé parado cuando vi que la niña negra me miraba contenta recostando la cabeza sobre su mesita y con los ojos brillantes y se puso a cantar scats ella también, pero muchísimo mejor; y al ver que cantábamos juntos, la maestra nos dejó improvisar (creo que dijo esa palabra) un ratito.

A mí me empezó a caer bien Sarah y hasta llegué a olvidarme de la ahogadura que le tenía jurada para mis adentros. Pero lo que yo no me esperaba era que mamá me había preparado una reunión a traición con ella y con Araceli en la clase. Entre las dos me hicieron entender (algo, un poquito) que la niña no sonreía porque disfrutara con la muerte del abuelo, sino porque a lo mejor no sabía qué era morirse y pensaba que se había ido a hacer algo nuevo y muy especial, tan especial que a ella se le acercaría mucha gente a sonreírle, a hacerle caricias y se vería como la princesa de un cuento. Y yo diría que casi me convencieron, pero aquella reunión preparada por la espalda me había sentado mal y aún pensaba un poco en la ahogadura, esta vez sin decir nada.

Pero al siguiente día, nos acercamos en el patio Sarah y yo y nos pusimos a hablar. ¿Qué cómo fue? Pues que ella hizo señales con la mano y yo me puse a andar hasta ella. Así es como fue. En una de las gradas del patio le conté cómo había conocido el Scat. Y ella me contó que su familia venía de un sitio donde se despide a los muertos con músicas y bailes porque han dejado de sufrir y se van con el Señor. Me preguntó: “¿No has visto pelis de Nueva Orleans?” Le dije que no, pero que ya mamá me buscaría algo en internet. Y yo, qué quieren que les diga, no podía meterle ahogaduras a toda su familia y ella me caía mejor y enseguida nos pusimos dura-dura-dura-babaduaaa. Qué gozada.

Por supuesto, el día de la piscina vinieron mamá y papá. Dijeron que porque la actividad era muy bonita, pero venían a vigilarme, los capullos. Yo lo sabía y ellos lo sabían. Y Araceli lo sabía y hasta Sarah ya lo sabía. Mamá y Araceli se miraban extrañadas de que Sarah y yo estuviéramos todo el rato juntos alrededor de la piscina de goma que nos inflaron en el patio, menos cuando nos tocaba ocupar nuestros puestos en los juegos. Y al final, cuando todo acabó, papá y mamá saludaron a Araceli, que no dejaba de mirarme y de golpe me preguntó: “Y dime, caballerito, lo tuyo con Sarah es de amigos o de novios”. Creo que cerré y abrí los ojos varias veces porque ella no me despegaba los suyos. Al fin le contesté que era el Scat: “Es el Scat, maestra”.


Del libro colectivo solidario Alar de rosas.

sábado, 30 de octubre de 2021

MONTSERRAT Y LAS COMAS

 


Belahí Mohamed Tahá regresó furioso al cuartel la noche de aquel domingo, no porque se hubiera acabado su pase de fin de semana sino porque las cosas no habían ido bien con su chica, allá en Barcelona, a donde había vuelto a visitarla desde nuestro cuartel en Campamento (Madrid); lo había hecho ilusionado, desesperando de los kilómetros, las estaciones y los paisajes que lo separaban de ella. Y todo para, finalmente, regresar decepcionado. Lo vi volver aquella noche acelerando el paso, recorriendo rabioso la extensa nave llena de literas y armarios hasta llegar a su taquilla. Lo vi levantar en lo alto, con las dos manos, el gigantesco radiocassette de los de antes, que había prestado a otro soldado durante su ausencia, y estrellarlo con furia contra el suelo sin aparente motivo. No respondió a preguntas y, después de pasar retreta, se fue tranquilizando solo hasta dormirse, sin necesidad de que nadie lo ayudara a serenarse.

Al día siguiente, cuando por fin se animó a dar explicaciones, nos confesó a los de confianza que su chica lo había vuelto a recibir con un apremio sexual predador y sin alma, incompatible con aquel romanticismo suyo, aquel embeleso blandengue que lo mantenía atontado cada día de la mili, así hiciera guardias, cocinas o maniobras, o así tragara kilómetros para encontrarse con ella en cada pase de fin de semana. “¡Yo, queriendo hacerlo bien, despacito. Hablar..!”, se quejaba Belahí. Y ella, nos decía, siempre cortándole el rollo, reprochándole: “Pero coño, ¿tú no eres moro?..., pues lo moros, bastante fama tienen de estar siempre salidos y dispuestos.” Eso es un mito, claro, nos reflexionaba en voz alta Belahí -a quien sólo ella podía llamar moro-, desmoronado por que su chica lo redujera a semental de ocasión sin casi dar lugar a la comunicación ni a la empatía.

Todos habíamos reparado pronto en Belahí Mohamed, melillense, desde la primera vez que nos pasaron lista en el Cuartel, dado que el teniente al mando le preguntó si era musulmán y si había solicitado dieta acorde a sus creencias; le oímos contestar afirmativamente a las dos preguntas con la voz y el acento que después se nos harían tan familiares. Yo empecé a tratarlo el día en que descubrió por el rabillo del ojo que yo guardaba algún libro de poesía en la taquilla. Enseguida me pidió prestado uno, el primero de cuantos le fui prestando a partir de entonces. Se los llevaba con el mismo entusiasmo con que me los devolvía, con caluroso agradecimiento. A la segunda o tercera ocasión me confesó que no era por necesidad de lectura sino para aprovechar de los poemas ideas y palabras con que embellecer las cartas para su chica. Me aseguraba que todos le habían servido de mucho, aunque entre ellos hubiera alguno tan duro de pelar como Huesos de sepia, de Eugenio Montale.

A los de confianza nos reveló un día que su chica se llamaba Montserrat Caballé. “Pero no la famosa, no la que canta”, nos aclaró, “sino una chica joven que es ahijada suya, ¿entendéis?” Entenderlo, no lo entendíamos mucho, la verdad; de hecho, no fui yo el único en preguntarle oye, Mohamed, explícame una cosa: si la relación es sólo de madrina-ahijada, ¿a qué viene que tengan las dos el mismo apellido? Él se quedaba pensando y contestaba: “No lo sé”. Nos había dejado a todos confusos, cuando no escépticos, con el caso de su Montserrat Caballé, pero no se lo decíamos a las claras. Alguna vez, si acaso, le tomábamos el pelo si lo veíamos de buen humor: “Belahí, ¿cuando la dejas satisfecha... te canta un aria?”

Tal vez fue que le escamara tanta desconfianza mal disimulada, pero el caso es que un buen día se sentó con el grupo durante un descanso, en un banco metálico al fondo de la nave. Traía en las manos unos sobres de correos; nos enseñó los remites: Montserrat Caballé, se leía en todos, y una dirección de Barcelona. Sacó las cartas de cada sobre y con vehemencia nos incitó a leerlas. “¡No me importa, hay confianza!”, insistía. Nos fuimos pasando aquellas cartas y las leímos una a una en medio de un grave silencio, sin compartir codazos ni miradas cómplices, sólo curiosidad y mucho asombro. Sin saludo, sin encabezado, sin preliminares ni advertencias, cada una de aquellas cartas de aproximadamente dos cuartillas empezaba y seguía hasta su final con la expresión abrupta de los deseos de la mujer, desvelando a Belahí las veces que se acariciaba pensando en él y en qué distintos modos. Le escribía también lo que quería hacerle y lo que quería que él le hiciera en sus próximos encuentros, desde la coronilla hasta la punta de los pies, con un repertorio extenso de posibilidades eróticas expresadas con detalles explícitos, con palabras trazadas como si la tinta del su bolígrafo estuviera dotada de una lubricidad insólita; había cambios bruscos en la grafía y el tamaño de las letras en algunas líneas sorprendentes y, por supuesto, sin puntuación: aquel frenesí desbordante no podía ser encerrado entre pausas ni signos de orden lógico. Lo más curioso era que, en medio de toda aquella pasión incontenible, volcada sobre los papeles como fruto de un solo impulso desenfrenado, en medio de una cuartilla, sorprendía encontrar a veces una coma, una coma sola, aislada y sin motivo entre palabra y palabra, como un intento estéril de la remitente por administrarse una momentánea dosis de control o de cordura. Pasados los días, una vez superada la sorpresa del frenesí de las cartas, lo más comentado en nuestras conversaciones era aquella coma flotante, tan imprevista.

Hubiera sido lo natural, pero nunca le puse en mi mente cuerpo ni rostro a la Montserrat de mi amigo, ni siquiera en las fantasías de los insomnios, en la soledad de la cama litera. Por otra parte, Mohamed nunca aportó detalles de su aspecto físico, a pesar de habernos revelado tanta intimidad. Los demás no supimos cómo podían ser su talle, sus andares o sus tetas; nunca supimos si era rubia, morena o castaña y no preguntábamos a Belahí nada que por su cuenta él no nos dijera. Pero alguna que otra noche, antes de que el sueño me pudiera, se me representaba en el recuerdo aquella caligrafía desordenada, con los cambios en el tamaño y la calidad de las letra. Eso me perturbaba, sobre todo si además imaginaba aquella coma insensata y rebelde brincando entre las líneas de una carta. A veces me sorprendía el primer relevo del centinela nocturno llamado imaginaria en la oscuridad de la nave, despierto aún, atrapado en el recuerdo de la puta coma, aquella pobre coma libertaria.





martes, 19 de octubre de 2021

ESPERANDO AL CORDERO

 


Ya sabes cómo soy para los ruidos. Notaré que son tuyas las vueltas a la cerradura por más que hayas variado las horas de llegada, tal vez para desconcertarme, o porque te cuesta volver a esta casa. Sabes que al entrar al recibidor verás de nuevo la cuerda que colgué para que te ahorques, la seguirás viendo en los días venideros aunque la descuelgues, la tires o la quemes; la reemplazaré por otra. Está claro que no tienes salida, cariño. Ya me has dicho que estoy loca, de acuerdo, pero sólo puedes huir de mí marchándote, arriesgándote a incurrir en abandono de hogar y tú, precisamente tú, preferirías estar muerto a darme esas ventajas legales. No podrás dormir ni tampoco ignorarme despierto, pensando cómo me aprovecharé de que duermas o te descuides si tú no accedes, al fin, por tu propio pie, a quedarte colgado por el cuello en el aro de esa cuerda que renuevo cada vez que hace falta. No sabes ya cuál puede ser tú salida. ¿Baldarme a golpes, como me has advertido? Muy bien: la cirugía hará milagros conmigo, pero tú, ¿has pensado bien qué te reportará una reputación de maltratador, a ti, un prócer?, piensa en ello. ¿Qué harás cuando yo cuente que eso era habitual, y no una salida violenta a una situación desesperada?… Y no me refiero a la poli ni a los jueces, esos pueden acabar descubriéndome. La gente te juzgará a su modo, tu gente, tu mundo pluscuamperfecto donde se puede ser lo que se quiera pero sin sospechas que recaigan sobre tu cabeza. Reconócelo, amor, no tienes escapatoria. Tendrás que colgarte. Así es la vida, qué pena me da, oye, no te haces una idea. ¡Matarme!, antes que yo a ti, te quedaría eso. Muerta, estaría calladita. Seguro que lo has pensado en estos días aunque no te atrevas a decirlo en voz alta. ¿Tendrías agallas, tú?... Tal vez sí, pensándolo bien, y qué remedio: es tu vida contra la mía, tesoro, la supervivencia. Yo ya lo habría hecho pero, claro, tu capacidad de previsión se impone. Le estarás dando vueltas: qué harías después con el fiambre, qué coartadas y todo eso. Pues tendrás que decidirte, cariño, porque yo me empiezo a cansar de estar tropezando con las sogas a mi paso. Esta última lleva días y no la has quitado, y es casi peor. Estás paralizado, como con todo lo que no cede a tu control. Es así, encanto, y este asunto está al margen de tus “dispositivos”, tus temibles "tentáculos de gestión". Es un pulso entre tu odio y el mío. Y ya no se me ocurren más salidas, guapo, ni aunque intentaras ahora congraciarte conmigo de algún modo, a la desesperada… Sólo la idea es para troncharse. Te saldrían las palabras sin alma, te trabarías sobreactuando porque a ti mismo te verías patético. Mejor ni pensar en eso... En fin, ¡que te ahorques ya, pesado! Esa cuerda me estorba, acumula polvo. Sólo faltaría incluirla en la colada, a este ritmo, y acabar lavándola y secándola. Me pone nerviosa ya cruzarme con ese colgajo y hasta verlo balancearse cuando entra la brisa por las ventanas. ¿Sabes qué te digo, corazón? Que ahí te la dejo. Quítala si quieres o cuélgate, lo que prefieras. ¿A qué demonios estoy jugando, y en qué voy a acabar yo misma por este deporte de irte destruyendo? Me voy. Me vale haberte visto desmoronarte en estos días porque, admítelo, la obstinación sin sentido te desarma, te deja sin saber qué hacer, por eso yo estaba ganando esta partida. Te he tenido en mis manos como a un corderito. Y además, ¿seré tonta?, si bastaría con que entraras por esa puerta acompañado, bastaría con que alguien viera la cuerda y sacara fotos; tendrías todas las cartas a tu favor. Podría haber pasado ya en cualquier momento, podría pasar ahora que por fin oigo la cerradura... Pero, alto ahí, esas no son tus vueltas a la llave… ¿Quién anda ahí, quién es usted, quién es este gorila cubierto con pasamontañas que aparece? ¿Y quién demonios me ha agarrado ahora por detrás tapándome la boca, cómo ha entrado, alguien que es mucho más robusto que tú? Son dos, eso está claro. Me hacen daño nada más agarrarme. ¿Son estos tus “dispositivos”, cobarde, tus "tentáculos de gestión" que te hacen tan temible? No te has atrevido a hacerlo tú mismo pero lo venías preparando decididamente. Has contratado a otros −muy tuyo− y tú no te privarás de contemplarlo todo porque ahora sí oigo tus vueltas a la cerradura, malnacido, ahora sí que eres tú sin duda ninguna. Ya sabes cómo soy para los ruidos. ¡Cabrón!



domingo, 17 de octubre de 2021

ORQUESTA DE CÁMARA


 

La idea debió venir de algún aciago, y ya para siempre maldito, personaje de la Discográfica. Ignorante, pretencioso y arbitrario ejecutivo que nos puso en esta situación incómoda, yo diría que suicida; sí, porque fue echarnos piedras sobre nosotros mismos haber reaccionado con esta mansedumbre complaciente ante el designio de semejante leño de alcornoque; claro, que investido de poder, un poder sobre nuestras vidas, nuestros talentos y nuestra técnica que no va parejo al conocimiento de nada de estas cosas sobre las que se impone sin preguntarnos. Lena piensa que nos disgustamos todos a toro pasado y no lo queremos reconocer, porque nos causó ilusión esto de conocernos al fin, tocando juntos y al mismo tiempo, y no como hasta ahora, conjuntados a distancia por medio de cámaras intranet. Y era un reto para profesionales, considera Arthur, ¿no somos acaso músicos?, arguye, ¿no se supone de nosotros la capacidad de afrontar, como maestros consumados, una ejecución a la que no se negaría un estudiante?; y es más, añade él, hasta un compositor desacostumbrado a interpretar sus piezas, ¿no se aviene a sentarse al piano bajo la dirección de la batuta, ante el público, cuando la ocasión lo requiere, sin padecer un acceso de angustia? Pero qué fácil es hablar, ¡qué fácil es hablar!, porque tanto Lena como Arthur, como Matilde y los restantes, Marcel o Klaus, andan ahora acercándose al escenario en vez de esperar el momento en sus camerinos, asomando sus narices por los extremos para avistar sesgadamente las gradas numerosas de este teatro antiguo, empalideciendo como yo de ver ocuparse las localidades cada vez más rápidamente, y mientras más éxito parece tener la convocatoria, mayor es la tragedia, el cataclismo que intuimos nos espera al final de esta prueba a la que vamos abocados, sin posible marcha atrás. Ahora nadie habla, nadie intenta infundir ánimos aun cuando nos crucemos unos con otros o coincidamos por momentos en algún extremo del escenario. Hasta anoche, Marcel, a pesar de que el nerviosismo en aumento ya empezaba a alcanzar el cénit de la hora presente, aún repetía sin convicción las palabras que tan a menudo se han repetido entre nosotros como un leitmotiv coincidente con las reprimendas del director: ¡Si es lo más normal, es lo que hacen todos!, y nadie le respondía, ya anoche. Precisamente por eso, compañeros, precisamente, les respondía yo al principio (por último sólo lo pensaba), porque es lo más normal, aquello de lo que hemos estado alejados, desacostumbrados y, por qué no decirlo, negados, es por lo que resulta inconcebible este acatamiento ya sin remisión ante las resoluciones de algún atildado patán, un guisante prepotente ¡que se atreve a manejarnos como a un manojo de insignificantes vasallos, un truhán insensible envanecido en su caudillaje mezquino, la madre que lo parió, no me digan que me calme, la madre que lo parió a él y al solícito representante que come a costa nuestra, y la madre de todos nosotros, tontos sin reaccionar a tiempo como era debido, inconscientes que no caían en la cuenta de lo que se les venía encima! Estos desahogos de ira, acompañados de patadas y golpes a cualquier objeto que no fueran los sagrados instrumentos, no los he protagonizado sólo yo, no he sido yo el único al que ha habido que sentar, alentar, traerle agua con azúcar. Qué decir de los exabruptos amargos de Klaus, que postran el ánimo de cualquiera; de los llantos de Lena, que rompe sin consuelo su delicada mansedumbre y se muda en una medusa estridente y plañidera; qué decir de la agresividad apenas controlada de Arthur en algunos momentos, o de la acritud temperamental de Matilde, que se ha vuelto despectiva y cortante con todos. Yo he callado, para qué añadir más leña al fuego, y he permanecido sentado, silencioso, con la cara apoyada en el mástil de mi violín como único amigo capaz de darme comprensión y aliento. Y así he permanecido en tanto los intentos de apaciguar los arrebatos, o las amables llamadas al orden de unos y de otros, degeneraban en una espiral de gritos, insultos y exclamaciones cuando el nerviosismo y el miedo buscaban alivio en estas descargas broncas, imparables. Me levantaba pasado un rato y buscaba un refugio donde permanecer hasta que presumía que las aguas habrían vuelto a su cauce.

Ah, qué distinto era todo hasta ahora. Qué diferente ha sido a lo largo de años y años de trabajar físicamente distantes unos de otros, compenetrados y temperados como el clave de Bach; curtidos, al unísono, en la distancia; entrañables y necesarios sin este trato directo y perturbador. Éramos un grupo, cohesionado y estable, qué digo estable: ¡fiel!, a lo largo de tanto tiempo de perfeccionamiento, de éxitos, de reconocimiento universal. Nos venerábamos y nos queríamos como lo que cada cual era para los otros: un instrumento, un personalidad interpretativa, modelo de virtuosismo en la novedad al servicio de la tradición, de la grandeza intemporal de los sublimes maestros y de la esforzada evolución secular de la Música, de la que somos, tal vez, los más puros depositarios y servidores. ¡Nosotros, los inaugurales! Que nadie me hable, a mí, de crecerse en los retos, de templar los nervios ante pruebas inexcusables para dar cuenta de la maestría y la entrega al arte. Qué mayor reto que haber trabajado y aprendido ejecutando cada pasaje en solitario, imaginando cada uno las magistrales intervenciones de los demás instrumentos anunciadas en las partituras, materializadas en la intuición certera que habíamos obtenido tras años de escucharnos, con sorpresa al principio, con interés cada vez más concentrado después, al recibir los resultados de las grabaciones ya conjuntadas y armonizadas en registro digital, sorprendentemente logradas, merced a los programas especializados y a las manos cuyo peritaje en la más avanzada y escrupulosa mezcla de sonidos hacía de nuestras interpretaciones aisladas, remitidas desde nuestros lugares respectivos en soportes adecuados, ejecuciones luminosas, relecturas precisas y purificadas de las grandes obras, acendradas encarnaciones de los hallazgos creadores en momentos de sublime visión. Ni qué decir tiene que se contaba con nosotros para los retoques, después que recibíamos la versión totalizada no sólo en sonido, sino también en espectro visual pormenorizado en píxeles exactos, que plasmaban la intensidad y la altura de cada impulso sonoro con una fidelidad precisa, como la que no se alcanza con la abstracta notación del pentagrama. Y que entre todos y cada uno íbamos formando un acabado magistral de cada pieza, con nuestras sugerencias, nuestras atentas disconformidades y aclaraciones, donde no faltaban las declaraciones compartidas de sentimientos eufóricos o las impresiones sutiles que nos habían embargado en cada movimiento. Así, afirmadas las últimas rectificaciones, nos extasiábamos en el logro aquilatado que recibíamos para su aprobación final. Qué enervamientos, qué transportes supremos, hasta las lágrimas, producía escuchar finalmente cada producto conseguido, que había llegado a ser eso tan magnífico que finalmente oíamos, desde su comienzo desmembrado e incierto. Y qué delicadeza en comunión, qué actos de entregada acción de gracias, aquellas últimas interpretaciones con la que coronábamos cada una de estas fases, participando desde la lejanía en la interpretación final para nuestros solos oídos, viéndonos y oyéndonos a través de las cámaras web, de tamaño excepcional, que nos han puesto a disposición.

Qué opuesto todo, ahora; qué contrario ha sido todo desde que nos concentraron en el estudio de grabación donde, día tras día, hemos envilecido la mutua veneración que nos profesábamos, la maestría cultivada con tanto esfuerzo, y la dignidad, la perdida dignidad de quien se tiene por dueño de sí, no sujeto a presiones que exceden su esmerado control. En los primeros días, desbordados por el júbilo del encuentro, la alegría de que nos hubieran reunido al fin, para vernos de cerca, hablar y tocar juntos, no nos dimos cuenta de que se colaban en nuestra unión, en nuestro quehacer, la curiosidad, la confidencia, la francachela vulgar, los celos, la envidia, el deseo. Todo lo circunstancial, el burdo accidente y la impureza, toda la corrosión la de la convivencia --el desgaste, el roce, la debilidad- nos contaminaban y distraían de lo que fue nuestra única y persistente atención, nuestra vieja comunión en el ideal. No hubiera sido tan grave que Klaus y Arthur marcharan de juerga las primeras noches, consiguiendo reclutar a la todavía cordial y sonriente Matilde, o que Marcel me arrastrara a interminables partidas de ajedrez que nos sorbían la energía y la imaginación, y nos hacía rivales en un menester extraño e invasor, ni siquiera que mi contrincante en el tablero, Marcel, se fundiera en abrazos de repentina pasión con la dulce Lena; nada de eso hubiera sido tan grave, sostengo, si en lo esencial hubiéramos mantenido el timón. Pero cómo hacerlo, pienso ahora, cómo nos lo habríamos podido exigir si, en los extenuantes y penosos ensayos, nos olíamos, o a sudor o a perfume, o simplemente a piel, ¡nos olíamos, por el amor de Dios!; nos oíamos estornudar, carraspear o toser, nos oíamos incluso los pies marcando los compases con pisadas impías; nos distraíamos con miradas, miradas que a los pocos días hablaban tácitamente de los lances y las complicidades establecidas entre nosotros. Y lo peor: los instrumentos, los admirados instrumentos que eran nuestra única identidad a compartir, como un nombre para cada cual, más verdadero que el del bautismo, aquellos instrumentos ya no se dejaban oír en notas de sonido depurado, en el más expedito aislamiento sensorial para disfrute del oído sensibilizado y pulcro; no: ahora, en burdas interpretaciones, los sentíamos, los de cada compañero, vibrar en la madera o el metal del nuestro, en nuestros cuerpos, y hasta en nuestros asientos. Nos debatíamos angustiosamente en esfuerzos voluntariosos que no hacían sino aumentar la confusión, hasta que cejábamos reconociéndonos extraviados y demolidos. Y fue así hasta que vino el director; ¡el director!, no habíamos pensado en él, pero sabíamos que aparecería a los pocos días para unirse a nosotros en la preparación de la pieza encomendada. ¿Qué podría hacer un director con nosotros? Deseábamos todos, desde lo más hondo, que al menos fuera aséptico, neutro, carente de peculiaridades: que no destacara por blando ni por severo, ni por pasional o por técnico, por arrogante ni por humilde. Que no fuera ni bajo ni alto, ni flaco ni obeso. Que no tuviera melena ni calva, ni verrugas, ni caspa… Sólo así, pensábamos, podría entenderse con nosotros, restituirnos algo de lo perdido, facilitarnos la senda por dónde reencontrar la antigua seguridad, la identidad perdida. Pero qué va, ¡qué va!, hasta en eso hemos tenido mala suerte. El director era melenudo, alto en exceso, con arranques de simpatía calurosa que otra orquesta le hubiera agradecido y también presto a rebotes iracundos que nos enconaban más en nuestra aflicción. Era un apasionado del compositor que intentábamos interpretar, y se había dedicado a él desde los años de aprendizaje; pretendía imponernos, a nosotros, la visión que tenía de la sonata ensayada. Por su parte (y en esto lo disculpamos) no disimulaba la estupefacción desencantada por el espectáculo amorfo y caótico que le ofrecíamos, nosotros, maestros consagrados mundialmente con los que tantas ilusiones se había hecho desde que le propusieron dirigirnos en esta pieza. Finalmente, fueron desoídas las desesperadas peticiones de que se nos equipara con material electrónico individual con el que controlar las ejecuciones, a nuestro modo, aunque actuáramos juntos y conjuntados por las indicaciones de la batuta; o la también descabellada propuesta de que se nos colocara alejados unos de otros, en diferentes puntos del graderío del enorme teatro al aire libre. No había ya luz al final de ningún túnel: todas las salidas habían quedado condenadas.

¿Y es ésta, ahora, la orquesta capaz de encarar la rendida expectación con que la recibirá una multitud de aficionados melómanos, este desangelado manojo de excelencia degradada que se debate en la duda justo cuando ya ve que son ocupadas las últimas localidades, vacías hasta hace un instante? Qué lástima me da, hermanos, verlos como a mí, dominados por el vértigo ante el final temido, fin de la pendiente que iniciamos cuando a un estúpido se le ocurrió esta actuación en directo como colofón de un festival de verano, con la promoción consiguiente, y ¡horror!, la grabación del momento, la perpetuación humillante de lo que puede poner fin a tantos años de prestigio indiscutible; se ve que pensó en todo en su ambición facilona este sátrapa, ¡este sátrapa envanecido, asesino de belleza; este diosecillo de la trivialidad novedosa cegado por el poder! Lo que no sabe, el alevoso, astro que brilla con luz robada, es que se labra su caída con la nuestra; bien, ha cortado por donde le parecía y ya en este momento se puede decir que ha troceado la gloria y el modo de vida de sus esclavos, porque ya nada volverá a ser como antes para ninguno de los que hoy nos exponemos, pero tan cierto es esto como que él caerá hecho un despojo de quirófano, un guiñapo de víscera sobrante reducido a su verdadera dimensión, al fin.

Nos quedaría tal vez nuestro amor por la Música, el dominio sobre la pieza seleccionada, por los años de práctica, para guiarnos entre tinieblas. Pero esta noche en que espero el final apoyado en el mástil de mi violín, me embargan, junto con las notas ya interiorizadas, la vanidad intuida del compositor, también sus pasiones, su cólera reconocida, los extravíos que le atribuyeron, su generosidad proverbial, su nombre, todo lo biográfico que habíamos conseguido abstraer hasta ahora de la admiración profunda y laboriosa consagrada a su música; de tal modo que ahora es selva tupida esta pieza ensayada, también. Así que me dirijo a los demás poco antes de salir, haciendo que concentren en mí los ojos que fijaban en las gradas. Compañeros, les digo, amigos: vamos a salir ahí como extraños especímenes recién capturados cuya evolución ha favorecido el desarrollo prodigioso de un solo sentido en detrimento de todos los demás; por más que hagamos, resignémonos ya, seremos vulnerables, indefensos y torpes. La prueba a que nos someteremos en unos momentos será, para nosotros especialmente, algo parecido a exponer a un compositor a la curiosidad pública en el momento del trance, sabiendo que lo que haga en esos mismos instantes, sin posibilidad de reconsideración o enmienda, será lo que permanezca para siempre de él, inalterable bajo la transparencia inclemente. Nos queda algo a favor, lo único: ya no merece la pena preocuparnos, no hay nada más en qué pensar; así que no estemos atentos a los demás ni al público, ni al resultado y sus consecuencias. Concéntrese cada cual en su instrumento y déjese llevar sin evaluar el momento, observemos los movimientos de la batuta y mecánicamente obedezcamos su guía. Sobra todo lo demás, incluso los sentimientos, múltiples y encontrados, con que nos ha abrumado esta aventura.

Y así veo a mis compañeros salir, uno detrás de otro, conservando al menos la entereza. ¡Cuánto los vuelvo a admirar en un momento, a mis queridos amigos, viéndolos colocarse a cada uno en su lugar! Yo también me he sentado y oigo los aplausos iniciales como de muy lejos, de un sueño, y así también, del mismo modo espectral, veo erigirse ante mí la figura del director. Me he aferrado al violín y procuro no pensar en lo que hago. Sigo adelante, como quien sigue la senda señalada en un plano sin saber dónde lo llevará, sin importarle si es erróneo o caduco el itinerario que contiene. No reparo en los ruidos ni en el silencio. Apenas fui consciente, al empezar, de voces lejanas más allá del escenario, de ruidos del tráfico en las inmediaciones que el silencio del público permitía captar. Luego dejé de oírlos, dejé de oír y de ver, en realidad, cualquier cosa. Y así me sorprende atónito, en un momento, el gesto del director, sonriente, animándome a levantarme, y con apremio insistente, ¿qué habrá podido pasar?; sólo le obedezco por imitación cuando veo que mis compañeros, indecisos, también se levantan de sus sillas según son señalados y alentados por el de la batuta. Al parecer, todo ha acabado. Hay un aplauso al que corresponde nuestro director, con saludos reverentes; es un aplauso que se prolonga y aumenta, quiere hacerse expresivo, una ovación atronadora para la que mis oídos no están acostumbrados, pero que me entibia los miembros y aligera mi circulación. Aparecen personas en el escenario. Lena y Matilde agradecen los ramos de flores que depositan en sus manos con una sonrisa alelada, recién salida del pánico. Nos interrogamos con miradas discretas, apenas de soslayo; los ojos de Matilde parecen recuperar el brillo afectuoso que le había conocido. Lena, la dulce Lena, se concentra en el ramo y lo huele, escondiendo la cara entre las flores. Los aplausos no han cedido y el escenario es ocupado aún por más personas. Una especie de comitiva agasaja al director. Hay flashes, voces, palabras de un lado y de otro que tal vez sean preguntas o felicitaciones. Nosotros permanecemos pasmados, arrimándonos unos a otros en tanto más nos rodean. Las ideas se agolpan y apenas llegan a ser inicios de preguntas en suspenso, antesalas del asombro: ¿qué efecto han podido hacer estos días de cercanía, roces y emociones sobre lo que ha ocurrido?; o por el contrario, ¿ha sido que a pesar de todo la vieja disciplina se ha impuesto sobre este caos de desesperanza? Veo a Marcel, a Klaus y a Arthur caminar con pasos lentos hacia donde nos conducen, casi arrancándonos del estado de parálisis expectante en el que nos hallamos, y animar tiernamente a Lena y a Matilde a emprender la marcha. Aun provistos físicamente de todos los sentidos, estamos como ciegos necesitados de guía, sumidos en una cápsula de estupor. Es comprensible: hemos vadeado una odiosa ciénaga a costa de anularnos. Yo, que vuelvo en mí por segundos y paulatinamente, me hago a la realidad inesperada que me rodea, sigo sin poder ver sino entre láminas de luz que se superponen y quiebran todo lo que miro; aunque la situación ya adquiere nitidez y consistencia real, aún no puedo ver al público que prolonga su estruendo entusiasta, no del todo, aún no puedo verlo porque estoy llorando.

domingo, 19 de septiembre de 2021

LA CITA




Acordamos salir un lunes nueve.

Quedo anclado a esta cita tan sumaria,

débil, difusa y bella luminaria

que avivaré estos días, llueva o nieve.


Esta espera, después que uno se atreve

a invitarte a una noche extraordinaria,

por la ciudad me arrastra como a un paria

presa del primer viento que me lleve:


me anticipo en los clubes y salones,

los karaokes y las discotecas;

¡todo puede ocurrir en esa noche,


todo o nada, entre bares y mesones!,

y en cada todo o nada tan a secas

Ana Belén nos canta su Derroche.


 


ÁLEX, EL MANIGUA




Porque volvió la cara hacia mí por única vez para burlarse y no sé porqué, la mierda de vieja, porque me enfiló manteniendo la provocación con el ojo de acá, porque nunca antes me había prestado atención y fue esa vez, precisamente cuando me quedé mirando el interior del cochecito que empujaba viendo que no había niño dentro sino un triste muñeco en lugar de una criatura, un muñeco envuelto en una frazada de papeles, cuando pensé qué triste, qué tragedia debe haber aquí, y pensé también en la cantidad de veces que nos habíamos cruzado sin que yo me diera cuenta de lo que llevaba en el coche aquella vieja cubierta de harapos, mirando al frente siempre, como embobada, y cuando voy y me apiado, cuando la tengo en cuenta impresionado por aquel muñeco pelón, un juguete ya tan sucio como las greñas de pelo gris que le caían a ella por la cara, va y se burla con una media sonrisa y me mantiene la vista subiendo una de las cejas, ¿tal vez por mi párpado caído? Fue sin pensar que, en vez de ir a por ella, le arrebaté el muñeco, ella se sobresaltó primero, lloriqueando, y le oí una voz joven y clara que no me esperé antes de que intentara cortarme el paso hacia el malecón, desde donde yo habría lanzado el muñeco al mar, hacia lo más hondo, donde vaca no brama ni hijo por su madre llama, para que la mirada aquella saliera de mí, de mi carne y de mis nervios. Me volví hacia el muro dejándola a ella atrás pero volvió a alcanzarme y se aferró a mis ropas, aunque ahora lloraba con un berrido de socorro, un grito rajado antes de quedarse sin voz cada vez. La lancé fuera de mí con un empujón y cayó sobre el terraplén donde nos habíamos cruzado; yo golpeé la cabeza del muñeco contra el muro y el muñeco lloró, esta vez fue el muñeco y no ella, un llanto grabado pero que se oyó verdadero, ya que entonces se acercó la gente creyendo tal vez que reventaba la cabeza de un recién nacido. Vi que se acercaron los del Bárbara Bar, donde yo había estado alguna vez, una de ellas escuchando a otro viejo, un pesado que me hablaba a mí, pero también a todos los demás, contándome una historia de matanzas en una aldea olvidada. Se acercaron también los jóvenes que descansan todas las noches reunidos sobre el muro, fumando sus porquerías, y cuando los vi que se aceleraban hacia mí, atendiendo a los berridos de la vieja, corrí por el terraplén camino hacia la barriada hasta alcanzar la pendiente, oyendo a mis espaldas a la mujer mugrienta insultándome con su voz de mugre destartalada, yo no la entendía como tampoco entendí del todo al viejo del bar, a ver de dónde sale tanto viejo desquiciado y por qué la tomarán conmigo. Corrí por los callejones empinados que atraviesan hasta la montaña el barrio de casas ilegales amenazadas de demolición, trepé por los muros agarrándome a las lascas de piedras adosadas y recorrí azoteas por donde no podían verme, me colé por pasajes sin luz tan estrechos que apenas habríamos cabido otra persona y yo si nos cruzábamos, sólo mi sombra y yo, uno junto al otro, San Marcial y San Marcelino van juntos por un camino. Camino arriba, al paso de mi carrera, veía de refilón, entre aquellas construcciones desnudas e incompletas, familias sentadas frente al televisor, dormitorios de niños de verdad cubiertos con mantas limpias, cocinas provistas de todo donde trasteaban mujeres y todo lo que mantiene el orden y la confianza, y finalmente vi, estoy casi seguro, en una de las últimas casas de las que ya van dando a la montaña, a dos mujeres frente a frente que parecían estar acariciándose hasta que a mi paso una se separó de la otra para acercarse a la ventana y correr la cortina. Yo pensé córtese el susto, no se corte con cuchillo ni martillador martillo, diciendo el ensalmo para ayudarme a correr siguiendo el compás y también para desendemoniarme, y cuando empezaba a reconstruir con detalle lo que apenas pude observar de golpe, el sudor ardiente me llegó a los ojos, me tropecé con una carretilla y caí como pude para no hacerme daño, y me imaginé a la vieja llegando hasta mí con una taza de hierbas para los miembros golpeados pero con ojos de mala intención.

Vi una casa que me pareció vacía, sin luz ni ruidos; salté a una ventana apoyándome primero con los codos, luego con los brazos, sentí que el cuello y la espalda se me contraían, me recorrió un dolor cortante por un costado pero me aguanté el grito, no oía nada atrás, ningún ruido de persecución, pero podía ser por el nerviosismo de la huida, así que me aguanté, contuve la queja como pude por los ángeles del cielo y las misas del misal y las tres palabras fuertes que dicen en el altar. Doblé el cuerpo y caí adentro, caí sobre el suelo en lo que parecía una alcoba sin amueblar del todo, caí de espaldas por el impulso que tomé dando una vuelta completa. Hice ruido con las palmas de las manos abiertas con las que contuve el peso de la cabeza y los hombros; también debí hacer ruido con el golpe de los talones al quedar tendido pero no se abrió ninguna puerta, tampoco sentí pasos de momento. En lo que respiraba con la boca abierta, ya por una vez con el cuerpo abandonado y entregado a lo que pudiera pasar, pensé de nuevo en aquellas dos mujeres sin camisa que se acariciaban por la cintura y los costados mirándose fijamente, y a punto estuve de reírme imaginando que me sorprendieran ahora caliente, pero se me borró la imagen porque apareció la vieja en mi cabeza como entrometiéndose en la escena de aquellas dos en sujetador; se me fue el agrado pecaminoso y me vino de nuevo la pena, no la ira que me dio ni el miedo que vino después sino esta pena sin sentido, si hubiera visto a un niño de verdad en aquel cochecito no me habría conmovido tanto pensando en la anciana que camina noche tras noche recorriendo el mismo tramo cercano al malecón, viniendo tal vez desde muy lejos o camino de algún lugar más lejano aún, en silencio y mirando sólo adelante, ni siquiera al muñeco que ya no va a pasear más porque es como si le hubiera matado un hijo, en eso no había pensado, si para ella era su niño, uno perdido tiempo atrás o el que esperó siempre sin poder tenerlo, yo soy un asesino igual que si le hubiera desmembrado a un bebé de carne y hueso. Sigo estando en esa habitación, oigo que suenan pasos pero estoy sin ganas de levantarme, tal vez la casa esté ocupada en una parte mientras la otra permanece en obras, tampoco sería de extrañar; he subido por callejas empedradas, pasadizos de tierra y capas de cemento en vez de asfalto, y he corrido entre casas de bloques desnudos que cubrían interiores con luz y calor de costumbre. Tal vez la gente de esta casa haya estado esperando para decidirse a buscar donde oyeron mi caída pasada la sorpresa, o tal vez la partida de jóvenes haya llegado hasta aquí y hayan dado aviso. No puedo ver más que unos muros blanquecinos, una espátula, una brocha y un bote que huele a pintura, un bulto que recuerda una cama y se me agolpan las imágenes, la cabeza del crío quebrándose, los dos llantos que sacaban de quicio, la gente que vi acercándose, yo convertido en alguien conocido por unos gritos tras de mí. Alguien dijo “Es Álex” pero no en eso había caído en la cuenta hasta ahora: alguien me reconoció. Pudo ser un parroquiano del bar, alguno de los pocos que supo mi nombre las veces que fui sin que estuviera el viejo de la primera vez, aunque se le siguiera viendo en una de las fotos que cubren las paredes donde están siempre en primer plano futbolistas de ligas locales que se retratan junto al dueño, en una de ellas el viejo largo y huesudo, el viejo de la voz profunda, cubriéndose la cara y empequeñecido. Yo pensaba que más tarde o más temprano yo estaría en una de aquellas fotos por simple ley de vida si seguía yendo al Bárbara Bar, que me codearía con todos a mi manera sin que me relacionaran ya con el viejo, sobre el que seguían preguntándome porque después de aquella historia sangrienta que contó ya no se le volvió a ver por allí, lo que sí está claro, y no me cabe la menor duda, es que alguien dijo Álex y que tal vez añadió mi nombrete, El Manigua, y en ese caso no podía ser otro que mi compadre, el que traía esta noche género robado, ya ni acordarme, el tipo roba por vicio y no por necesidad, ve alguna cosa y no puede contenerse aunque luego no le sirva ni le apetezca. Si no dejo de pensar oiré decir Álex sin que lo diga nadie, y estoy asustado. No sé cuanto tiempo ha pasado y ahora se me hace extraño lo ocurrido, y la huida desesperada cuando a lo mejor nadie corría detrás de mí. Ya no sé si de verdad vi a aquellas mujeres abrazándose por la cintura, o si ellas me vieron tal vez pasar como un rayo y mirar un instante sin poder distinguir por la sorpresa, sin querer molestar porque a mí qué me importa ¿no?, pero el infierno es esto, molestar donde no lo pretendo, sembrar el recelo cuando intento acercarme, que me ofenda la vieja cuando me compadezco y acabar yo maltratando lo que más me conmueve, que se dirija a mí un matusalén que no habla nunca con nadie para entretenerme con crímenes y locuras a la vista de todos; que aparezca yo durante unos abrazos que por otra parte tenían lugar con la ventana abierta y las luces encendidas, pero creo que ni eso serviría en mí descargo porque tal vez no baste hacer las cosas sin mala voluntad, que venga todo a mí sin buscarlo, cuando se tienen estas espaldas cargadas de mono, y este cuello, y esta calva y este párpado caído. Oigo ruidos muy cerca, y murmullos, pero ya de quién; a esta hora se sabrá de sobra que aquello era un muñeco aunque era un niño, hará tiempo que la anciana habrá sido atendida, que las dos mujeres se hayan desvestido totalmente y descansen desnudas si una de ellas no se ha marchado hasta una próxima vez en que correrán por lo menos la cortina, que se hayan apagado los televisores menos en algún recibidor donde dura una reunión hasta altas horas. ¿Quién anda por ahí, cada vez más cerca?, alguien que no puede pegar ojo; las puertas de aquel bar se habrán cerrado y la chica que atiende habrá acabado el paseo con el baboso que la ronda. Mi compadre no puede ser porque ya me habría hablado en voz alta, y a esta hora habrá despachado al hombre que roba por gusto temiendo perderlo para siempre al no poderse cerrar esta noche ningún trato, al viejo extraño se lo ha llevado hace tiempo el viento tirando de sus ropas y no puede haber llegado hasta aquí para contarme historias de muerte, qué tiene que hacer nadie aquí si hasta el Demonio, que sabe me llamo Álex, me ha dejado de su mano porque, a ver, si el recelo que causo en todos se ha convertido para mí en una manera de estar, incluso una seguridad como si me temieran, como si vieran en mí la marca de su pezuña, dónde está el pacto firmado para garantizarme los honores del mundo, los placeres y las riquezas, dónde la flor de las vírgenes y la castidad de las monjas o la constante embriaguez. Ya podrían decirme quiénes son los que me están agarrando, yo ya me he presentado, me llamo Álex como habrán oído, así que suéltenme tanto si son adoradores de Baal o demonios o ángeles, no tienen derecho a esto, sólo les veo el brillo de los pares de ojos que me rodean como vi el brillo de la maldad en la anciana mientras me mantenía una sonrisa que parecía ser disimulada pero sólo para ofender más, o el de los ojos cubiertos de cejas tupidas en el viejo que en el bar nos advertía de que el mal está en todos pero en algunos más, y pueden estar seguros que era el mismo hombre arrogante, entrado en años, con barba gris que seduce a las herejes. Son señales de que lloverá fuego y las trompetas darán entrada al grito que iniciará la gran demolición: déjenme de una vez o díganme quiénes son, yo les he dicho que me llamo Álex, me llamo Álex y conozco al Diablo.